Cartas | La polilla | Por: Juancho Barreto

 

Juancho José Barreto González / proyectoclaselibre@gmail.com

La puerta está un poco caída, al empujarla produce un ruido de raspadura, un chillido. La polilla es como el tiempo, hace su trabajo silenciosamente. Me dice que ha quedado muy mal después de la pandemia, se le olvidan las cosas. El olvido es más peligroso que la ignorancia. Uno, solito, se puede olvidar de uno mismo. Ayer estuvo aquí, abrió esa puerta que al empujarla produce un ruido de raspadura.

Cuando estaba nueva no hacía ni ruido. Recién puerta y puesta alardeaba de su función de dejar salir y dejar entrar. “Los que pasábamos por ahí no teníamos que ver con la puerta, nos era indiferente, era lo mismo entrar que salir, no hacía ningún tipo de ruido”. Ahora la polilla deja montones de “polvo de puerta”. Es resbaladizo y peligroso. Quien limpia el departamento los días lunes saca ese polvo con una pala plástica que le ha dado la empresa. Como la pala está rota, entonces, los hilos del polvo de puerta quedan esparcidos por el pasillo. La gente al pasar pisa los hilos del polvo. Yo los escucho porque he adquirido la capacidad de oír los latidos de un corazón distante, el ruido que produce una aguja al caer y esas cosas. Un trueno para mí son mil truenos. De allí mi temor de ir al Catatumbo…

Algunas veces toca empujarla duro, el tiempo pasa. Como si en realidad fuese una puerta real, cerrada, parecida a la puerta del sótano de la conciencia. La secretaria de otra oficina me dijo que resolvió rápido. “La puerta principal se cayó, decidí poner esta otra puerta de esta oficina, daba lo mismo si estaba cerrada o abierta. La puerta principal debe permanecer bajo llave si no estamos dentro”. Luego me dio por filosofar sobre la desaparición de las puertas, ese umbral múltiple que separa un lugar de otro. Cuando no hay puerta la brisa pasa sin permiso, la brisa y la prisa.

Hay discursos que atraviesan las puertas sin abrirlas o tal vez siempre permanecen abiertas. Violan el territorio de dentro sin mucho trabajo. Crean una falsa identidad del interior del otro, lo violan sin conocerlo. Invadir la oscuridad del otro, querer darle luz falseando, mintiendo. Juzgo la oscuridad del otro con una luz falsa, mortecina. Emite un polvillo como el de las puertas viejas, pegajoso, repugnante.

La solución es atravesar a sí mismo nuestra puerta desvencijada. Miro los detalles de mi puerta y debo decidir entre quitar la cerradura o cambiarla por una nueva. He probado muchos métodos pasando por puertas eléctricas. Suele pasar, olvido la llave dentro y a la gente que está detrás de la puerta. O cuando duermo, sueño con otras puertas, incluso con aquella gran puerta de la casa vieja que se comió el tiempo. Esa misma puerta se convirtió en cama en una caballeriza. Uno de mis hermanos, en vez de trabajar, se acostaba en esa puerta y soñaba que era un tigre famoso.

Después de algunos días descubrimos que era importante y sagrado “no tirar la puerta” fuese la que fuese. Nos insistió el sueño que era imprescindible aprender esta lección y decirle a la puerta y a la gente que queda dentro “voy a dar una vuelta”.

De inmediato, no había dado paso y medio después de salir “sin tirar la puerta”, pensó hacia dónde ir. No se trataba de analizar hacia dónde ir sino de comprender el tamaño del compromiso para no cometer los mismos errores de las puertas sin puertas, entrecerradas o comidas por la polilla.

 

 

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