Cartas | La pandemia del miedo (II) | Por: Juancho José Barreto González *

 

Mi patria es lo humano y lo humano está completamente bajo los efectos de este último terremoto de altos decibeles que han desbordado, para bien o para mal, en la realidad misma, las fronteras de lo inimaginable cuyo terrible concepto podría ser la producción de lo “terrorífico invisible o infinito”. Desde la patria humana o cósmica, lo digo como poeta capaz de hacer cabalgar la imagen sobre la realidad para describirla de otra manera, hay que alterar el ritmo de las respuestas y sus contenidos para evitar ser convertidos en, como raza humana, “esclavos del miedo” creyendo que ya es imposible “la mejor felicidad” y nos hacemos eco de la pandemia cultural del miedo, entonces, sobre todas las cosas, buscaremos la “mejor seguridad” recibiendo órdenes del gran sistema sanador en sus distintas capuchas ideológicas como formas de la irresponsable y cínica “campaña salvacional” que en realidad busca arrinconarte como persona o comunidad y hacerte viral+dependiente de los dispensadores de tu seguridad amenazada por el infausto virus Covid-19, viral mediáticamente convertido en un monstruo que nos devorará “a todos por igual”.

Aquí, en confianza, el virus del miedo afecta de distintas maneras. No tanto son distintos los síntomas, miedo es miedo, pero sí los efectos y las maneras de curarse. La clase libre debe librar su propia campaña de salvamento de lo humano, de la vida sobre la tierra que es decir “la tierra misma” hoy maltrecha, confinada e invadida en su confinamiento. La clase libre es todo aquel ser viviente que puede vivir en sí para sí y para todos, curando las heridas, brusca y pausadamente según sea el caso, de ese cuerpo insustituible y benéfico que es el planeta. La conciencia de la clase libre no es una tonta conciencia de clase, manipulable y plástica según la ideología que la formatee, la conciencia de la clase libre debe ser, irremisiblemente, una conciencia “cósmica” irreductible a pegajosos sectarismos y sectas que creen que por su ombligo pasa el meridiano de Greenwich.

La pandemia del miedo es una pandemia cultural, el secuestro de la posibilidad de cambiar y enfrentar el futuro concebido para asustar “al más pintao”, como dicen en mi antiguo pueblo. Las viejas y nuevas mitologías de la destrucción coinciden en el signo trágico de la cultura dominante técnica y simbólicamente: el apocalipsis. La novísima disputa entre las potencias por el mercadeo de la vida toda, propagandísticamente está destinada a la disputa por el nuevo imaginario de lo salvatorio. Esto, tal como hoy se presenta, no era posible en ninguna disputa anterior porque hoy se presenta bajo nuevos modos de aterrar la existencia humana en particular, ya de por sí amenazada por el aumento exponencial de guerras ya no para dominar al otro sino de atormentarlo.

Ser hostil de manera permanente contra un enemigo que en verdad no lo es, un enemigo cuya técnica para vivir forma parte del sistema operante de control, vigilancia y castigo a la especie humana, especie sometida a experimentos de dominio en nombre de cualquier justicia terrena o divina. La guerra es un truco trágico de las fuerzas superiores para entretenerse con la cultura de la hostilidad, empresa compleja de este espeluznante espectáculo que sólo llama a la solidaridad mundial cuando el ataque es “contra todos por igual”.

Cuando después se descubran las paradojas del coronavirus, en el “después de los despueses” nos daremos cuenta de cómo el virus de la pobreza, del odio o de la guerra, de los suicidios y de la tristeza ha desguazado al hombre como lo ha hecho la contaminación con todo tipo de aguas, con la tierra y con el oxígeno. Las grandes empresas se han apoderado del planeta. El templo para la vida y la esperanza ha sido convertido en un enorme mercado que se disputan los mercaderes. La clase opresora cada vez es más sagaz y terrible y sus enormes burocracias han aprendido las técnicas del miedo y de la división.

*(Juan José Barreto González (2020). Dondequiera. Ensayo sobre el miedo, Producción independiente, Trujillo, Venezuela, pp. 171,176).

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