Cartas | La mano adelantada | Por:  Juancho José Barreto González

 

Queremos contarles algunos trazos de nuestra historia, ustedes nos entenderán en lo posible. Lo cierto es, la mano siempre se adelanta.

—Una se frota con la otra y comenzamos a escribir.

Tenía serios problemas al hablar. Su boca no podía pronunciar las palabras, quedaban pegadas en las paredes de la faringe como carteles olvidados. Su mano derecha escuchaba con atención y comenzó días después a hacer lo propio. Cuando él iba a la televisión o simplemente se montaba en una tarima, actuaba según el guion preestablecido. Levantaba el índice por encima de los demás dedos, hacía trazos o semicírculos, apuntaba a la otra mano, todo un teatro hasta que lograba poner en la boca del caballero la primera palabra.

— “Señores…”.

La invasión había causado estragos en el edificio donde funcionaba la escuela de arte. Los soldados entraron arrasando todo, absolutamente todo. Minerva había perdido todas sus extremidades a excepción de su brazo izquierdo. Escuchaba ruidos de sables y hombres en el piso inferior. “Todos los pensamientos y todos los tiempos cruzaron su cabeza”. Con dificultad movió su brazo, abrió su mano. Al sellar la boca con su mano la tarde se vistió de yeso.

Desde la salida de su casa sentía una débil extrañeza. Iba hacia la casa de su hermano en el pueblo vecino. Subió la cuesta hacia el lugar mentado Árbol Redondo. Allí surtió de gasolina a su vehículo y compró un dulce de higo.

Enciendo la radio, no se escucha, la brisa en ese lugar es permanente, siempre ventea. De repente un camión 350 se nos viene encima… Muchos días después recuerda las palabras de una señora, — “Usted está protegido”. Las manos adoloridas, entonces, escriben “Dios con sus dedos rudos de agricultor nos apartó de la muerte”.

Les disgustaba haber llegado hasta ese sillón. Las cosas que escuchaba su dueño no eran de su interés, menos aún de su agrado. En los primeros minutos, como dos o tres, no lo recordamos exactamente, o no era nuestra intención medir el tiempo en minutos, nos dedicamos, con cierto desespero, a tamborilear con la punta de nuestros dedos el final de sus brazos. En este trajín del aburrimiento, nos dimos cuenta de las sinuosidades del mueble, especie de direcciones que nos llevaban directamente al estilo y origen del sillón. De pronto nos levantamos bruscamente y debimos movernos en el aire para negar rotundamente los argumentos de otras manos.

Acababan de romper irresponsablemente los acuerdos. Tratamos de afirmar como única salida la pena de muerte. Mientras la garganta pronunciaba esta terrible frase, con cierto placer, los dedos de nuestra mano derecha, acarician las sinuosidades del cuello.

“Al escribir, le doy libertad a mis manos”. Hoy confesamos lo difícil de esta condición. A veces, cuando nos soltamos de todas las amarras humanas, olvidamos las palabras. La gente pasa montada en vehículos extraños, hablando en una lengua inservible para nosotras. Intentamos muchas maneras de escribir, muchas formas. Al rato surge “Érase una vez un hombre”. Palabras, imágenes, sonidos y silencios de esa lengua las usamos para inventar otros mundos.

(Este cuento se convirtió en carta. Escrito en el 2020 aparece en el libro Árbol del tiempo. Nuestro Maestro Isidoro Requena decía que para hablar “había que lavarse las manos”. Para mí, la literatura reúne todos los discursos y todas las manos, empero, son las manos libres las que usamos “para inventar otros mundos”).

proyectoclaselibre@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

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