Cartas | La casa simbólica | Por: Juancho Barreto

 

Por: Juancho José Barreto González

Habitar la casa de otras maneras, reivindicar otras maneras de habitarla significaría asumir los riesgos para enfrentarse con uno mismo y despejar engaños y autoengaños, salirse de las leyes de tan nefasto mercado común para adueñarnos de nuestra autobiografía en tanto versión particular de la biografía del cuerpo grande mal habitado y conducido a cambios climáticos imperdonables y amenazantes de la existencia.

Para interrogarme, regreso al umbral de la casa simbólica, recupero, me otorgo el tiempo para comprender, tengo preguntas para hacérmelas y hacerlas hacia dentro y hacia fuera, aunque haya perdido el tiempo, atravesaba la puerta sin preguntarme, no había necesidad de hacerlo, tenía la certeza de la no necesidad, no hacía falta, creía. En todo caso, al interrogar desde esa certeza, la respuesta me era asegurada, convenida la respuesta daba seguridad, es la tarea del símbolo, el camino repetido, siempre conducía a algo. Creer en ese algo es sujetarme a ello, dudarlo es la posibilidad del desprendimiento, de lo inseguro amenazante.

Al entrar y salir, era la misma puerta, de dos lados, un umbral, un signo, una luz que guía en el destino, en el horizonte. Aborigen de mí y de un lugar. El tiempo de comprender coincidía con un lugar, un ejido de nacimiento, de vida y de muerte. Cuando iba a nacer, atravesaron la puerta, corriendo, en el carro verde de Felipe. Ya la partera de la comunidad había muerto, entonces para el hospital. A los días, regresamos a la casa.

Ese tiempo ya no existe, no existe la puerta ni la casa simbólica de la infancia. Se construyeron otras casas, la casa de la etnia, la casa del mundo se fue metamorfoseando. Allí está la historia, de la casa común a la casa de la incertidumbre, la historia de las civilizaciones, del ser y del no ser. Toda tiranía quiere apropiarse de las casas débiles para que le sirvan. Al salir de la inocencia, ya podemos comprender, esta ha sido la pugna de todos los tiempos.

Quiero dejar por acá las palabras de San Juan Crisóstomo, recordadas por Isaac Pardo en ese poderoso libro llamado Fuego bajo el agua-La invención de la utopía (1990):

¿Por qué tienen los ricos muchos siervos? Pues así como en los vestidos y en la mesa sólo se ha de mirar el uso, así también en los siervos. ¿Qué necesidad hay de ellos? Ninguna absolutamente… Dios nos hizo de modo que cada uno se bastara a sí mismo e incluso sirva para el cuidado del prójimo… tú estimas vergonzoso si no vas rodeado de una turba de esclavos, y no sabes que esto es precisamente lo que deshonra. Para eso hemos recibido de Dios manos y pies, para que no tuviésemos necesidad de siervos (p.517).

La pugna central, al parecer, entre las casas poderosas, metamorfoseadas aquí y allá, es la pugna por garantizar la servidumbre humana a sus fines de dominación. Qué cosa más compleja y difícil de responder. También, en el umbral de la nuestra, con tantos miedos a cuesta, acumulados en miles de años, el hombre se interroga sobre otras formas para vivir. El tiempo de comprender siempre ha estado amenazado por los miedos, es decir, el tiempo de la incertidumbre, el de no saber, incluso, el tiempo de no saber comprender. Pero, al lado de todo, el tiempo de comprender abre un nuevo tiempo, el tiempo de reinventarse e insistir en un mejor mundo ¿Por qué hemos de ser siervos, si tenemos pies, manos, pensamiento y una casa por vivir?

 

 

 

 

 

 

 

 

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