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Mi bisabuela Rosa González, Rosita, la de Santa Ana de Trujillo, es un personaje de mi infancia. Se mueve entre mis sueños de realidades y de sueños. La pongo a contar cuentos con mi abuelo Tátara.
Por la muerte de mi primo Osman me acerqué a dar el pésame a mis otras primas. Osman en realidad era fabuloso narrador y conversador como quisiéramos ser muchos. Milagros, después del café, me muestra algunas fotografías de familia. Entonces, pregunto si por casualidad no tenía una foto de mi bisabuela Rosita. Si, ya la busco. Mi corazón volvía a tener siete años y comencé a percibir el olor a granadas. Allí estaba mi abuela, pulcra y con la mirada profunda, contundente, con una serenidad inquietante.
“Hoy quiero recordar los cuentos de mi bisabuela Rosita, oriunda de un pueblo olvidado y famoso porque en él se encontraron dos enemigos para abrazarse. Al llegar a esa casa, buscaba desesperado el árbol de granadas. Ya había adquirido la costumbre de escuchar a mi bisabuela comiéndome lentamente los granos de mi fruta preferida. En verdad era una fórmula inventada para que el tiempo no transcurriera y escuchar a la estupenda bisabuela. Ella tenía 113 años de edad, algunos de sus hijos no los conocí, apenas mi edad rozaba los siete años. Antes de llegar a esa casa de los tiempos, deseaba montarme en un caballo alado o ser un pájaro veloz para aterrizar rápido a escucharla. Íbamos a ese pueblo en una vieja camioneta cerrada. Mi abuelo era vendedor de pan, también de él conozco bastantes historias. (…)
Esta tarde, después de comerme dos ricas granadas, decidí escribir este cuento, despertar en él para contarles los siete años continuos escuchando a mi bisabuela Rosita. Sus inventos y los míos se reúnen en estas páginas convertidas en velas del velero o en alas de ese pájaro de colores, maestro secreto de mi imaginación. Ochenta y tres años después recupero rutas perdidas e intenciones aplazadas. Tuve que vivir todo este tiempo mientras “se amasaban las palabras en la vieja piedra de amasar”. — En la cocina de mi casa, decía mi bisabuela, se escuchaban voces que venían de todos lados, entraban a la casa para comerse algo y después continuaban andando los caminos. A una se le meten esas voces muchas veces sin darse cuenta y una anda con esas voces por ahí.
Esta tarde es recuperadora, en unas cuantas páginas los Tátaras de mi memoria se reúnen. Mi bisabuela les hace un tremendo café y comienza el jolgorio de voces a revolotear en toda mi casa interior. Quiero recordar a los constructores de mi espíritu en el tiempo de la palabra, la misma que inventaron como dioses para alcanzar lo inalcanzable. Al cerrar este cuaderno de los tiempos, suspiro en silencio. Una breve brisa mueve las cortinas de la tarde. Vuelvo a suspirar y mastico con parsimonia los últimos siete granos del granado cuyas flores juegan con las nubes y el sol.”
Mis hermanos dicen que yo invento mucho. Ya no me interesa si pasó o no pasó, lo que me importa es que mis seres reales e imaginarios me cuenten sus historias y yo las escucho (y hasta las escribo) para que mi corazón de siete años siga comiendo granos de granadas, ese árbol del tiempo que sabe maravillarnos para resistir la tristeza de los caminos. “— Ya para dormir un rato quiero contarte sobre una Tátara cuyo nombre egipcio es Seshat. Ella tiene la misión de cuidar las bibliotecas de todos los pueblos. Imagina a la Tátara Safkhet o Seshat sentada a los pies del árbol de la vida, escribiendo sobre las hojas del árbol mágico, midiendo los cielos y las estrellas, conociendo todas las palabras para hablarlas, cantarlas o escribirlas.”
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