Juancho José Barreto González
proyectoclaselibre@gmail.com
Escucho, además de tu voz de ángel humano, una flauta andina. Sustancias para la extensión del alma, para que vuelen los espíritus. Es el lugar del silencio, el más allá de todo vuelo corporal y mental. Se produce un ritmo de la igualdad, entre la vida y la muerte. Es imposible llegar a este lugar desde el quejido, la bulla o la maledicencia.
Más allá de la interpretación y de la meditación. Los lenguajes dan paso al lenguaje del silencio perceptivo de esta sobrenaturaleza. Es el encuentro con lo más querido dentro del lugar donde los equilibrios y la armonía aletean sin mover sus alas.
Un cruce de sonrisas basta. Aéreos, livianos, con la extraña fortaleza de lo transparente nos sabemos en ese lugar del silencio, donde hablamos en silencio. Aquí nos decimos lo que incendia el fuego encorazonado de los seres humanos elevados a este esplendor casi imperceptible. Bebemos de las aguas futuras de los sueños y atravesamos desiertos para encontrar la flor que nadie ha visto todavía. Nos encontramos para buscar lo imposible, lo vedado, aquello que no está al alcance en el mercado materialista.
Al cruzarnos la tercera sonrisa, nos damos cuenta que no podemos sostenernos en esa límpida cuerda de los equilibrios durante mucho tiempo. Miramos el atardecer desde este lugar. Luego, algo nos dirá para que cada quien regrese a su casa.
Querido hijo Juan José. Te deslizas entre las cosas más menudas y algunas veces logras llevarme a este espacio singular de los sentimientos. Siempre necesitaremos de una fuerza, un hilo, un vínculo para saber llegar allí. Es un camino antiquísimo por donde el ser humano ha tratado de llegar a este ámbito llamado de muchas maneras. Prefiero sentirlo como el lugar donde se habla en silencio. Este silencio conecta, comunica de otras maneras. “No hace falta prenderse de algo para saber lo que significa”.
Uno no puede resistir un dolor permanente. Este tipo de viajes o encuentros sirven para su disipación. En la memoria también guardamos los momentos de gozo, mediados por el amor incondicional que redime de las pérdidas, de las caídas y de las derrotas bien habidas. Tenemos la capacidad de acercarnos cada vez, y le ganamos a la tristeza, y al olvido, una más. Un muerto triste o un vivo triste nos da pena. Orar y cantar, da lo mismo, son formas estupendas de hacernos más pasables cualquier cercanía a la lejanía, a aquello que separa, escinde, a aquello que prescinde de lo humano algunas veces.
En este quehacer de decir diciéndome, en esta poética de darle a la palabra su alada existencia, el sentimiento no es escurridizo. Está allí mostrando el alma en su desasosiego. Quiere hablar, insiste en echar mano a su lenguaje extraño, fuera de lo común cotidiano o materialista. Se vuelve momentáneo, no continuo. Tratamos de recuperar su ámbito huidizo. “Ya cae la tarde. Nos encerramos un momento en esta cripta poética y espiritual”. De tal manera, al salir de ella o aún desde ella tratamos de decir. Estiramos nuestros brazos para tratar de alcanzar lo ido. Desde su naturaleza mágica se acerca poco a poco. Hacemos el contacto y nos sorprende su condición de saber estar de esa manera.
Vamos y venimos. De regreso, aquí con mi escritura, celebro este amor incondicional que en la vida y en la muerte nos muestra sus posibilidades. Te quiero, y a través de ti, quiero a todos mis hijos y a los hijos del mundo.