Cartas | Esta larga noche milenaria

 

Juancho José Barreto González

proyectoclaselibre@gmail.com.

Podemos interrogar los complejos de y en pastores y ovejas multiculturales, diversas y emparentadas por el sistema operante dominante que ha ordenado al mundo bajo la condición del dominio y la simbólica de la guerra como máquina para controlar, expoliar y explotar, llevada a sofisticadas modalidades con base a la fragmentación controlada, la pandemia del miedo enquistada a través de esos símbolos en el mercado común, símbolos que, pudiendo chocar entre sí por los intereses previos de “las casas grandes y fuertes” generan en la víctima este complejo minusválido para mejorar el mundo, sin embargo, acompañado siempre de la intención salvadora semejante a aquella de Diego de Landa que permitía convertir “la pólvora en incienso”. Allí en la historia hay ejemplos suficientes. Un tótem que se transmuta simbólicamente para ejercer su oficio, para ordenar la vida hasta hacerse, incluso, universal y “verdadero”. Cuando un pastor se pelea con otro, tiende a dividir el rebaño y, por lo tanto, unas ovejas se distancian con otras. Cada etnia con sus clanes burocráticos de todo tipo intenta manejar su aparato cultural a la altura de las circunstancias, de alguna u otra manera, a través de sus medios y completos, reinventan su libreto elaborado por asesores de todo tipo, expertos en asuntos “tácticos y estratégicos de baja, mediana o alta intensidad”.

Es necesario re-aprender a interpretar la puerta simbólica de nuestra casa, hacia dentro y hacia fuera, superando autoengaños, preparándose para adueñarnos de nuestra autobiografía e incidir en el diálogo cercano con la sabiduría de los pueblos para “ser mejores entantarabilladores de mundos”. Volver como persona y como casa a reencontrarnos con lo mejor de nuestra memoria y reaprender el equilibrio que necesitamos los seres humanos para organizar la vida y enfrentar los miedos creados, es decir, miedos culturales, conducidos hoy al más terrible de los paroxismos. Nos hacen creer que somos ovejas indefensas, desheredados de los símbolos que nos reúnen con otros para construir comunidad, un lugar común vivible, soportable que elimine las fronteras  construidas  entre nosotros y la naturaleza planetaria, la casa natural que ha sido convertida en una empresa para satisfacer la ambición, la hidrofilia de la civilización ágil y superdotada que en nombre de cualquier cosa nos convirtieron en cosas de laboratorios mediáticos, para limitarnos y reducirnos a dos sentimientos macabros, atracción y repulsión, resumidos en todos los fanatismos habidos y por haber, dirigidos a fragmentar al ser humano en sus mejores expresiones, multiplicando a granel las técnicas del odio justificativas de cualquier tipo de guerras. Frente a tales complejos paradigmas, el ser humano bueno siempre ha intentado e intentará construir respuestas fabulosas, pequeñas y grandes para que “nuestro aliento gentil” renazca. Si no inventamos, moriremos de tristeza.

La convivencia no requiere de guerras de ninguna intensidad. La guerra y el mercado común de las víctimas nos han llevado a la competencia por la sobrevivencia, una forma hostil de vivir, un espectáculo industrial que nos convierte en seres competentes o incompetentes. La convivencia exige volver a nacer, romper la cáscara del mundo de otras formas, formas incluso subestimadas o echadas a un lado por los valores de la competencia y el dominio, sin embargo, por allí perviven y resisten algunas, dentro y fuera de cada quien. Redescubrirnos en la convivencia, desde un “entrenosotros”, permitiría volver al cauce humano de las cercanías, único método terapéutico para tal convivencia de las relaciones, y de las relaciones de las conexiones en esta larga noche milenaria

 


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