Las autoridades de las universidades autónomas de Venezuela, electas en la primera década del siglo XXI, en síntesis, entregaron burdamente su autonomía al Tribunal Supremo de Justicia, es decir, al Estado mismo al mostrarse incapaces de ampliar y progresar en los derechos de sus comunidades universitarias con base en la ley de Universidades de 1970 y en la Ley Orgánica de Educación del 2009.
Cerraron las compuertas de la participación, aniquilaron los espacios de discernimiento y se apropiaron de su destino inmediato. Produjo así este juego bipolar una doble incomunicación, hacia afuera y hacia adentro para convertirnos en un instrumento directo que dejó de preocuparse por el pensar del país y meternos «legalmente» en la disputa por la administración del Estado y el derrocamiento de la «dictadura» de Nicolás Maduro.
Este sería el cuadro predominante pospandemia. Una Universidad y una sociedad entrampada en la cultura bipolar donde las innovadoras fuerzas de empuje y sus movimientos sirven, en el mejor de los casos, a los intereses de este cuerpo bifonte atolondrado capaz de tragarse las mejores energías de lo venezolano.
Dicho esto, insisto en señalar que la casa universitaria puede reconstruirse con nuestras propias manos, preparando un tipo de mezcla diferente a la grosera ideologización oposición gobierno que nos llevó a una confrontación civil entre venezolanos. Ambos lados han operado sistemáticamente para programar y controlar «esta guerra civil que suspende el derecho» y beneficiarse por la ausencia o derrota de un movimiento alternativo a estas opciones sistémicas, establecidas en el mundo de la vida venezolana en general y en la universitaria en particular.
Este marco inicial, nos lleva a ratificar nuestra posición, la nación y la universidad no son ni del gobierno ni de la oposición. Pero, hoy día debemos procurar una teoría comunicativa de la comunidad universitaria que nos permita desmontar todo tipo de asedio a nuestro deber de pensarla con profundidad hermenéutica y recuperarnos en lo posible como espacio de discernimiento y participación en la lucha contra los poderes coercitivos que en nombre de «las democracias» secuestran la soberanía popular que es lo que nos permitiría sensiblemente como sociedad actuar sobre nosotros mismos.
Una ética de la comunicación entre nosotros nos obliga a trabajar sobre la formación de una voluntad directa para la comunicación que supere «los intereses previos de la bipolaridad universitaria y estatal enfrascada en el control ideológico de nuestras acciones». Actúan con el propósito de aniquilar al otro. Llegué a llamar a este fenómeno, muy poco observado e interpretado, con el nombre de «paraideología».
De tal manera, desde esta ética de la comunicación y participación, es obligatorio el logro de zonas de reunión y comprensión que, como espacios recuperados e inventados de discernimiento y creación, nos permita entendernos como venezolanos.
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