Cartas | El choque de los tiempos | Juancho José Barreto González

 

Juancho José Barreto González

Cuando hablo digo, cuando digo, digo quien soy para no ser irresponsable ante la existencia humana. No siempre para hablar se abre la boca para tomar las cosas con las palabras. Para darme una imagen de mi mismo, como ser y como pueblo, agrego un pensar, el juego de las palabras en la escena humana de la representación, múltiple, doble, triple. Dibujo sobre las piedras, hasta las imágenes y versos en el cuaderno portátil de la memoria. He ido siendo lo que soy y seré. El poder establece amarras ideológicas, te ata las manos y la boca, te convence de lo que es, te convoca a ser lo que ya es. Las ataduras al espíritu son más poderosas y finas, se tejen dentro como un tiempo congelado en un paisaje. De súbito, un gesto, un movimiento que incomoda y desafía en silencio, un sonido indeleble, pero lo escucho, un sentido que descorre las cortinas de la ventana.

Ella se levanta con el Sol y en las noches sigue alumbrando las veredas de las costillas de un país adolorido. Ella es río que mana sedimentos y arcilla para construir una casa tal como lo hacen las abejas, una casa que vuela a la libertad sin extravagancias ni protocolos efímeros. Vienen sobre sus aguas, como retorno permanente en frágiles embarcaciones de la memoria, los dibujantes del mapa venezolano para recordarnos que “Aquí se gestó el gran choque de los tiempos. El pasado de la colonia frente al porvenir de la república”.

El niño por su parte, ya porta su traje para la obra. No entenderá todo lo que dice el guion, pero algo se encenderá dentro de sí. El germen de los futuros miedos se debilita por el candor de sus brazos al mover las palabras en el ámbito de los colores primarios.

Esta energía no amerita de discursos justificadores. No necesita justificarse, quiere es moverse, producir chispazos en medio de la oscurana donde las trampas están por doquier. Quiere aprender a “romper las consignas culpables del silencio” y prefiere, al mismo tiempo, romper el techo con su estatura porque está cansado de los hombres pequeños. Sigue, a paso lento, rozando el codo de los codos que se preguntan si podrán pasar la siguiente esquina anestésica contra la preocupación por lo que somos y podemos ser, aceptando nuestra condición trágica de enfrentar a las fuerzas superiores que nos dominan. Somos conscientes de que el ser humano llenó su mundo de naturaleza humana, febril, fanática y absurda cuando se trata de combatir al otro. Levanto sin soberbia un cartel agujereado y transparente donde se había escrito No tengo enemigos.

En un viejo seminario por la libertad, realizado entre montes y corazones, recordábamos que no podía existir la soberanía nacional sin la soberanía personal. Hay un momento de la existencia donde comenzamos a aprender a jugar ser libres. Vuelvo a escribir, entonces: El germen de los futuros miedos se debilita por el candor de sus brazos al mover las palabras en el ámbito de los colores primarios.

Pretendo abrir desde estas cartas una nueva situación comunicativa y busco un auditorio capaz de realizar una conducta independiente. Es decir, no trato de convencer absolutamente a nadie, sino de inventar una energía creadora y constituyente de nuevas formas de vida capaces de la convivencia con el diferente desde lo que he llamado en estas cartas Biografía Hermenéutica, una vida para comprender.

Las dos frases que he colocado entre comillas, “Aquí se gestó el gran choque de los tiempos. El pasado de la colonia frente al porvenir de la república” y “romper las consignas culpables del silencio” pertenecen a Mario Briceño Iragorry, en su ensayo “El Retorno de Bolívar” (El caballo de Ledesma, 1942).

 

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