Cartas | Conciencia de sí mismos | Por: Juancho José Barreto González

 

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Después de su exilio, Mario Briceño Iragorry, murió en Caracas, el 06 de junio de 1958. Lo acusaban de, los que siempre están acusando de algo, “excesivamente venezolano”. A tales acusadores de ayer y de hoy podemos devolverles el remoquete de “excesivamente carentes de lo venezolano”. Escuchemos con fina atención estas palabras escritas en La traición de los mejores (1953):

Falta, debemos decirlo una vez más, una conciencia de fin que dé unidad a la acción colectiva. Carecemos de fe en nosotros mismos, por cuanto nos falta esa conciencia finalista. Jamás, después de la emancipación de España, nos hemos preocupado por crear valores que pudieran haber dado carácter de unidad al esfuerzo disperso de los hombres. Al recto y aglutinante sentido de lo nacional, hemos preferido un patriotismo romántico y disperso que, satisfaciendo la sensibilidad con la mera evocación de la epopeya, nos ha llevado a erigir la desorientación en categoría permanente de los valores morales llamados a formar el canon social fueren reemplazados por posiciones egoístas y opuestas, consiguientemente, a la actitud alegre y extrovertida que sirve de manadero a la confianza. Lejos de haber trabajado aunadamente por una Venezuela que garantice a todos el cumplimiento de su humano destino de plenitud y de libertad, cada quien se hizo una Venezuela quebradiza en lo moral y ubérrima en la ventaja del hartazgo individual.”

Desde entonces, la “Venezuela quebradiza” nos gana la batalla en el plano de la existencia porque no nos preocupa los valores para el sentido de lo nacional por las faltas de vivencias defensivas, mientras que son otros quienes nos regulan y administran, con medidas coercitivas, gobiernos ineptos y paralelos. Conecte su oído espiritual y escuche:

“Yo he hecho radicar la parte principal de nuestra crisis de pueblo en el hecho innegable de carecer el país de vivencias defensivas que resguarden uniformemente su peculiar fisonomía. No se trata, repito, de crear, según pretenden unos, líneas erizadas que nos aíslen de la comunidad universal de los pueblos. Se trata, como he declarado repetidas veces, de evitar la delicuescencia del espíritu llamado a configurar la propia personalidad de la Nación. Si existen las unidades nacionales como expresión de la vida social de los pueblos, ellas han de tener como base irrenunciable la mayor intensidad y la mayor suficiencia en sus fines vitales. Independencia moral y capacidad productora son circunstancias inseparables en la vida autónoma de una colectividad. En los diversos modos que se concentran en el valor independencia, se mueve la infinita gama de atributos que dan fisonomía a los pueblos. No se trata simplemente de hechos materiales, como el aprovechamiento de la riqueza, o de hechos con sustancia artística, como las manifestaciones folklóricas, sino de valores más sutiles e inaprehensibles, como el modo de cantar, de orar o de soñar cada pueblo. Junto con la autonomía de la riqueza, necesitamos, también la autonomía de nuestro propio modo de ser. Y como los pueblos tienen conciencia de sí mismos en cuanto posean la propiedad de reconocerse en sus atributos esenciales y en las modificaciones que en sí mismos reciban, resulta una verdad como un templo que la primera misión de toda pedagogía cívica es definir los modos que constituyen la esencialidad colectiva de la Nación, en orden a que fácilmente sean captadas las posibles alteraciones que en ellos pudieren ocurrir. La doble naturaleza de aquellos factores conduce, pues, a la necesidad de mirar a ambos campos con igual interés. El patrimonio moral de los pueblos es tan valioso como el patrimonio material donde desarrolla su vida de relación la comunidad. Y es poco decir que son por igual valiosos, cuando se da el caso de colectividades que han podido vivir sin territorio propio, mantenidas en todo vigor por la comunidad de una extraordinaria conciencia de sí mismas. Por ello, la cultura del espíritu es primordial frente a la cultura general del suelo. Este mismo es definido muchas veces, para el orden nacional, por la mera huella en él dejada por la acción pasajera del hombre. ¿Cómo, pues, sin función de Historia puede adquirir un territorio valor trascendente para la nacionalidad?. . .”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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