Cartas | Comunidad de sentimientos | Por: Juancho José Barreto González

 

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“Me parece trascendental y dinámico desarrollar en todas direcciones esta condición de la casa como lugar habitado por seres conscientes de su papel como centro de un nuevo sistema de relaciones. Más allá de su condición material, no deja de ser interesante cómo ha sido construida, estamos hablando de reparar urgentemente sus quebrantos”.

Quiero recuperar este párrafo de la Carta “Repicar con las estrellas”. La casa viviente habitada por seres para la trascendencia, para subir a la dignidad negada y maltratada por la civilización represiva. La casa, para nosotros, es el primer lugar para la residencia en la tierra, es la cueva rupestre donde aprendemos a hablar y a convivir, nos prepara para cruzar la puerta hacia otros mundos, atractivos, mundanos. Debemos entender, entonces, la casa como el vientre del universo, donde habito y me comunico con ese universo, voy y vengo.

Así, la casa de la infancia, de la lengua materna, de los primeros descubrimientos va a quedar, convertida en recuerdos simbólicos, en mi la memoria personal, portátil y migrante. Esta “zona sagrada” de los seres humanos tiende a perderse, a mutar, a transformarse, depende del trato. Aquí, ya distantes de la infancia, de esa zona dorada del ser, conscientes de las miserias y de los esplendores del mundo humano, me ofrezco la posibilidad de crear una zona cercana, habitada y organizada, esencial para la convivencia, poniendo al ser cara a cara con el ser, en diálogo abierto “con lo que viene del pasado como hilos básicos, como querencia en lo vital” e inventar, levantar con nuestros cuerpos una nueva dinámica para un nuevo sistema de relaciones.

Este lugar combina sentimientos y pensamientos, es una lengua que habla un idioma para acercarnos y conflictuarnos con todo aquello que nos hace daño. Capaz de crear y recrear los mandamientos y el compromiso para sentarnos a comer en la misma mesa, donde nos sirvamos las dos papas, la del alma y la del cuerpo. Una mesa donde alrededor coincida lo sencillo transfigurado en futuro, sin aspavientos, una mesa distinta a la poderosa mesa del poder y del bandidaje humano. Un alrededor no frívolo, donde se despejen las ventanas de tanto mensaje tóxico. Una mesa para comer y escribir una nueva cartilla de deseos, de posibilidades, de deberes y derechos, donde la estatura del poder pierda crédito y sólo sea válida la hondura de los actos del corazón. Entrar y salir de esta casa, ir y volver, donde todas las direcciones nos conduzcan a aquí dentro, dentro adentro, en este mismo torbellino de los tormentos, pero también, por nacer aquí las tempestades, nos volvamos el mejor sentido de este lugar que nos sostiene.

Esta otra casa sin etnia como familia de valores, esta casa rimbombante, la de la cultura de la bullaranga, esta casa donde el imberbe se corrompe y llega al lugar donde no debería estar, esta casa explosiva donde no se siembra lo que se come, angustiada y agobiada por todos los costados, esta casa tomada por los mendigos del pasado que se creen dueños del futuro, esta casa perdida en el laberinto de la república, donde se pudren los proyectos y se marchitan las hazañas, mal equipada espiritualmente, confundida y arrebatada, esta casa destruye mi casa.

La casa humana para salvarse se vuelve una comunidad de sentimientos, retorna a los lenguajes secretos y a la confidencia con las estrellas, hecha con piedras locales y pieles universales, conjuga la inocencia con la inclemencia de la conciencia, se mueve sin trucos mientras el tiempo nos mete en otro tiempo, el tiempo de buscar y hacer, hablar desde la lengua de los aborígenes espíritus de la tierra.

 

 

 

 

 

 

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