Cartas | Alarma | Por: Juancho José Barreto González

Me duele todo el cuerpo. Todo, sin embargo, puedo decir, es soportable todo este dolor. Para no recibir más el castigo de la lengua debo aprender, voltear, inventar, sin simular, el cuerpo adueñándose de la lengua, invertir el orden de siempre, no más castigo. Decir el cuerpo sin desdecirlo, sin disimular, este decir.

No quiero castigar a la lengua, no puedo, es como golpearme a mí mismo, lacerar la palabra, esa misma, envuelta y desenvuelta, va y viene, velocidades distintas, mortales, banales, bacanales.

– Cuando tenía una sola palabra, no puedo explicar su origen, solo la tenía, cuando tenía una sola palabra iba conmigo a todas partes, a la piedra, al árbol, al río, al pájaro. No era lengua, era una sola palabra pegada a mí, era yo mismo en ella y viceversa, una palabra para todo, uno los dos, pegaditos en el misterio sin interrogaciones. Ella y yo éramos la misma cosa, el mismo ardor en silencio. No eras más que eso, una palabra pegada a mí, indefinible, no había una segunda palabra para decirte o pronunciarte, pero, estabas allí en ese lugar ya hoy con tantas historias y nostalgias.

No sabía eso de preocuparse, prepararse para decir, fingir el decir, no sabía más, sólo te tenía a ti para ti en mí, sin sentimiento, íbamos a todas partes como si nada, iba y venía, no importa no había tiempo y oriente, no importa, no significabas nada más allá de mí en ti, bastabas para caminar sin tiempo y sin lengua.

Iba y venía como si nada, sueltos como hojas en el viento no sabíamos del viento, no nos importaba, sueltos nos volvimos inicio sin tiempo, sin cero, vueltas, vientos.

— Al parecer, lo digo hoy, era yo, éramos lo mismo. Un nosotros de ella y mío. Iba de mano, compañera de mí, mía de mí mismo, íbamos por allí agarrando las cosas con la mano, comíamos y bebíamos como si fuésemos la misma cosa.

Pues estaba un día, hace muchos días ya, sólo existía eso iluminador y oscuro, agarrando cosas con la mano hasta que apareció otra mano con su palabra pegada a esa mano. Creí mirarnos con esa parte del cuerpo para mirar, no era mi cuerpo, mi mano y mi palabra pegada a mí. Creí oír con esa parte del cuerpo para oír, no era mi cuerpo, mi palabra pegada a mí. Por supuesto, no sabía nada, no tenía nada para decir, mi palabra no servía sino sólo para mí y mi mano.

Entonces, mucho tiempo después cuando apareció el cuento y el tiempo, apareció la lengua, con mucha dificultad y enredo, otras manos agarraron mi palabra, mi mano y mi cuerpo.

La palabra del otro es una cosa rara, no entiendo, va y viene como su mano, acerca y disputa, jala como en un laberinto. No podía decirle mayor cosa, no tenía palabra para decirle, mi palabra y yo no servían para nada, sólo ella y yo éramos, como ya lo dije, sólo cosa de ella y yo. Llegó un momento en que entendí, eso parecía, me daba vueltas esa cosa rara con la mía, daba vueltas la palabra mía con esa otra palabra, sólo daba vueltas y quedé suspendido, no sé, daba vueltas todo, sólo tenía una palabra y no alcanzaba para nada.

Al parecer, parece ser o es, estuve dormido unas cuantas vidas. Despierto con mi palabra, ella y yo preguntamos, despertamos en esta página escrita. Son cosas entre ella y yo. Libero mis manos y en tanto tiempo sigo intentando decir a otras manos lo que ellas quizá intentan decirme.

Este es un cuento, anidado con otros en mi libro Árbol del tiempo (2020). Hay una versión en Amazon, allí puedes buscarlo. La mano aprendió a buscar la otra palabra de la otra mano. Entonces uno le dice ¡Epa mano!

 

 

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