Caridad y sabiduría

Ramón Guillermo Aveledo

 

Recién conmemoramos el centenario de la muerte del doctor José Gregorio Hernández, distintos actos religiosos y académicos lo han rememorado. Nacido en Isnotú en octubre de 1864, al fallecer no había cumplido los 55 años de edad, una vida corta en términos actuales, suficiente sin embargo para trascender con merecimientos en la memoria y el afecto de la sociedad.

En proceso de beatificación por la Iglesia católica, es evidente su huella profunda en la religiosidad de los venezolanos. Pio XII lo reconoció Siervo de Dios, San Juan Pablo II lo hizo Venerable, no sería sorprendente que al papa Francisco, latinoamericano, cercano a los temas humanos más sencillos y con demostrada apertura intelectual, correspondiera dar buenas noticias a este pueblo sufriente y esperanzado que tanto las necesita, que desde hace mucho le reza y lo tiene en el altar de su amor.

Pero la trascendencia venezolana de José Gregorio Hernández excede al espacio ancho y profundo de la fe donde se guardan para él sentimientos no solo respetables, sino francamente conmovedores. Hay motivos para el agradecimiento nacional a su obra científica y docente, así como a su testimonio de solidaridad con los más débiles, los pobres y los enfermos.
Su entierro salió de la Universidad Central de Venezuela, del edificio que hoy ocupa el Palacio de las Academias. Al mismo tiempo, en tributo de reconocimiento a sus méritos y en medio de una manifestación masiva de cariño de la ciudad estremecida por la noticia.
Académico reformador, funda las cátedras de Histología Normal, Patológica y Fisiología. De la Bacteriología venezolana se le considera pionero y a él se le debe el primer laboratorio de la especialidad en nuestro país. También inicia los estudios de Medicina Experimental.

Estudió e investigó mucho aquí y afuera. Sus obras completas, publicadas por la UCV en 1968, abarcan materias de la ciencia médica y de la filosofía. Entre colegas y discípulos fue admirado y querido, pero ese afecto ganado es incomparable con el que sintió por él la gente llana. “El Médico de los Pobres” es llamado por su bondadosa entrega a todos a toda hora.

La elocuente despedida de David Lobo, recordada por Caldera en acto académico de junio del 49, resume su legado limpio de humanidad activa: “¿Dónde hubo dolor que no aliviara? ¿Dónde penas que no socorriera? ¿Dónde flaquezas que no perdonara? En su pecho generoso no germinaron nunca el odio ni el rencor…”.

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