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Breve historia coral de San Genaro | Por José Napoleón Hernández

Sentido de Historia

por Redacción Web
21/09/2025
Reading Time: 5 mins read
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El 19 de septiembre, fue día de San Genaro; sus pobladores ya casi no recuerdan los inicios del pueblo, pero donde la memoria se difumina, la ficción sigue hablando. Se asienta justo más allá de donde termina la meseta de Carvajal y comienzan las lomas. Algunos dicen que nació como paso obligado de quienes venían de San Lázaro y Santiago, rumbo a Valera, o de quienes buscaban la costa oriental del Lago de Maracaibo, entonces hervidero de petróleo, migraciones y abandono del campo en los inicios del siglo XX.  Bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez, era el tiempo de los apuros por una vida mejor.

En las décadas de los setenta y ochenta, como una curiosidad, todavía se discutían los límites, y más de uno se preguntaba dónde empezaba realmente su superficie. Pero como Carvajal aún no era una entidad administrativa, tampoco lo era este pueblo. Sólo a partir de 1990, cuando Carvajal fue nombrado municipio, San Genaro pasó a pertenecer formalmente a una de sus parroquias; aunque continuó sin límites definidos.

 

 

 

Entre las voces que dieron forma al pueblo resuena la de Asunción “Chon” Blanco, alentador de San Genaro desde sus primeros años. Había nacido en 1912 en Las Aguaditas, hijo de Félix y Trina. Parte de su niñez la vivió en San Lázaro y, con apenas diez años, de la mano de su padre, llegó en plena dictadura de Juan Vicente Gómez. En aquel tiempo, este caserío y sus mesetas eran tierras de haciendas de tabaco, naranja, yuca y caña de azúcar.

Contaban que Chon Blanco, con el tiempo heredó una considerable extensión de terrenos y comenzó a planificar, con mirada de futuro, algunos elementos del caserío: la calle de arriba y la que la cruza, fueron trazadas en sus propios predios. Allí también estaban las tierras para el parque donde, aún hoy, los niños se reúnen cada atardecer. Chon Blanco arribó a San Genaro con la misma intención con la que el padre Nicanor Reyna arribó a Macondo en Cien años de soledad. Ambos encarnaron la misma voluntad: ayudar a la comunidad desde la fe, aunque la obra no se materializara bajo sus manos.

El padre Nicanor era emisario de la institución eclesiástica; Chon Blanco, en cambio, arribó cuando la aldea apenas empezaba a afirmarse. Impulsó acuerdos y proyectos para la construcción del templo, y quiso levantarlo en lo alto del pueblo. Pero en ambos casos la obra quedó por iniciar: en Macondo, por las tensiones entre lo mágico-popular y lo religioso-institucional; en San Genaro, quizá porque algún cura u obispo ya le había tomado la delantera en la preferencia.

Después vino la construcción de la segunda iglesia, muy cerca de la primera. Esta vez fueron las familias, en gran número, quienes promovieron la obra bajo la guía del padre Miguel Ángel González, nacido y criado —como dicen en El Alto de la Cruz— en este mismo pueblo. La parte técnica de la construcción estuvo a cargo de Simón Blanco.

Las tareas de Chon Blanco fueron tan extensas como su vida: trabajó en las empresas petroleras del Zulia y, durante diecinueve años, fue el encargado del mantenimiento del acueducto de San Genaro y La Cabecera, que recogía las aguas de la quebrada El Carbón. Se le veía abrir y cerrar las diminutas compuertas del tanque en el sector La Esperanza, más arriba de la casa del flaco “Nicho” Olmos.

Entre sus dos amores, Chon Blanco procreó catorce hijos: algunos crecieron en la ciudad de los crepúsculos, y otros allí mismo, donde el sol toma dominio de los cerros sureños que protegen a San Genaro. Devoto de San Benito y del Niño de Santiago, su fe fue inseparable de su carácter solidario y profundamente católico.

Aunque no construyó la iglesia, su legado quedó en las calles, en el agua, en el parque, en la vida cotidiana de su numerosa familia y de sus vecinos: en los pedestales mismos de este poblado.

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Fue sobre esos cimientos que San Genaro se fue consolidando como comunidad. Una comunidad donde en los años setenta y ochenta predominaban las muchachas bonitas y afables, guardianas de la suprema jerarquía moral que sostenía los hogares. También allí, con sus hijas bonitas, Chon Blanco completó el retrato de su tierra.

Abundaban entonces las casas con muchachas elegantes, donde la belleza femenina rebozaba en las casas como una seguidilla de rosas: las hijas de Antonio “Rucano”: Nancy, Maritza y María Luisa. las Montilla —Nelly, Chilo (+) y Alicia bailando The Twist de Chubby Checker y luego el rock más reciente—; más abajo, las hijas de Chepel: Nelly de pasos enérgicos y Marlene luciendo su franela estampada con la frase autorrockera de Tinedo Guía: Tinedo es mi guía.

Frente a ellas, Melva y su hermana discutían sobre las virtudes de sus novios, mientras el grupo de amigos bailaba en la fiesta de despedida, antes de la mudanza a Valera. Más abajo estaban las Pacheco: Gloria imponía respeto y autoridad como Doña Bárbara en el Hato El Miedo, mientras Elda se distraía con las ocurrencias de Iván Rangel en Los Chorros de La Loma, y Zoilín Lourdes despertaba la vigilancia celosa de sus hermanos.

En la misma calle, las hijas de la señora Ana reunían amigos con cualquier pretexto y hacían fiestas al ritmo de Down by the River de Neil Young o con los acordes melancólicos de Angie de los Rolling Stones. Allí, la señora Ana, Beatriz y Soraya abrían generosamente su casa a un grupo selecto en las reuniones de fin de semana, de donde aún queda la pregunta: ¿Cuánta paciencia?

Un poco más allá estaba el bar La Esperanza de Miguel “Papujo”, donde en la rockola retumbaban las rancheras de Antonio Aguilar —olorosas a pecho herido— o las letras afligidas de Los Ángeles Negros que, los borrachos y los no tan borrachos, coreaban como si fueran propias.

Buscando la calle de arriba, se encontraba la casa de las Cardozo, vigiladas por la señora Mauricia; allí Ramón jugueteaba con la risa pícara, mientras Gloria y Dalia llenaban la casa de carcajadas.

Este es apenas un pequeño grupo de viviendas y sus muchachas, de entre tantas que sería imposible nombrarlas una por una.

Así era, y así sigue siendo San Genaro: un pueblo solidario, de muchachas bonitas, de amigos de siempre, y de Chon Blanco, cuya vida fue de cien años acompañando ─no de cien años de soledad─. De él puede decirse: “Chon Blanco fue roca firme y río sereno: en su carácter hallaba la fuerza, y en su humildad, la grandeza”.

 

 

 

 

 

Tags: Diario de Los AndeshistoriaSan Rafael de CarvajalSentido de HistoriaTrujilloValera
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