David Uzcátegui
Bolivia entró a esta semana con un aire de esperanza y alivio. Tras una intensa campaña marcada por la polarización, la incertidumbre económica y la fatiga de dos décadas de hegemonía política, el país eligió un nuevo rumbo.
Rodrigo Paz Pereira, senador por Tarija y candidato del Partido Demócrata Cristiano (PDC), ganó el balotaje presidencial con el 54,5% de los votos frente al 45,5% de Jorge “Tuto” Quiroga. Más allá de los números, el resultado refleja un triunfo mucho mayor: el de la democracia, el orden y la confianza en las instituciones electorales.
El Tribunal Supremo Electoral (TSE) confirmó la tendencia como “irreversible” con el 97% de los votos escrutados. Su presidente, Óscar Hassenteufel, destacó la transparencia del proceso y la serenidad con la que los bolivianos acudieron a las urnas. En un país que ha vivido años de tensiones postelectorales, denuncias de fraude y crisis institucionales, esta elección marca un punto de inflexión. La democracia boliviana, tantas veces puesta a prueba, salió fortalecida.
El gesto de Jorge Quiroga al reconocer rápidamente su derrota y felicitar al nuevo mandatario electo fue otro símbolo poderoso de madurez política. “Si tuviéramos una evidencia sistémica de fraude, la pondríamos sobre la mesa”, dijo con serenidad. En sus palabras resonó un mensaje de respeto al voto popular y de compromiso con la estabilidad nacional. Era una imagen que Bolivia necesitaba volver a ver: la de los adversarios políticos aceptando el veredicto ciudadano sin cuestionar la legitimidad del proceso.
Rodrigo Paz, hijo del expresidente Jaime Paz Zamora, asume ahora una responsabilidad monumental. Su victoria representa mucho más que el relevo de un gobierno: es la confirmación de que el país desea dejar atrás los extremos, los discursos de confrontación y la política del resentimiento. Su perfil moderado, su lenguaje conciliador y su llamado constante a la unidad lo convirtieron en la figura que mejor encarnó el anhelo de equilibrio que pedían las calles.
“Gobernaremos para todos los bolivianos”, expresó su compañero de fórmula, Edmand Lara, la noche del domingo. “Se acabó la campaña política; hay que trabajar por Bolivia. La patria está primero”. Ese espíritu conciliador será crucial para enfrentar los desafíos inmediatos que deja la gestión saliente: una economía en recesión, el desplome de la industria de los hidrocarburos, una inflación sostenida y una crisis cambiaria que ha golpeado a los sectores más vulnerables.
El nuevo gobierno deberá navegar entre la urgencia económica y la expectativa social. Paz ha prometido un modelo de “capitalismo para todos”, basado en la transparencia, la eficiencia fiscal y la redistribución del presupuesto hacia las regiones. En sus propias palabras: “Cuando no se roba, la plata alcanza”. Su plan de gobierno plantea reducir el gasto público, reestructurar el sistema tributario y promover un desarrollo regional más equitativo, sin depender de préstamos inmediatos de organismos internacionales.
Pero más allá de los tecnicismos económicos, lo que parece haber movilizado al electorado fue la búsqueda de estabilidad. Después de años marcados por la confrontación política, los escándalos y las tensiones sociales, los bolivianos optaron por un liderazgo que inspire confianza y serenidad. El voto a Paz fue, en muchos sentidos, un voto por la moderación, la sensatez y la reconstrucción institucional.
La salida del Movimiento al Socialismo, que gobernó ininterrumpidamente desde 2006 (con excepción de un año), también marca el cierre de un ciclo. Evo Morales y Luis Arce transformaron el mapa político y social del país, pero el desgaste acumulado, la crisis económica y la desconexión con nuevas generaciones urbanas terminaron por sepultar su hegemonía. En la primera vuelta de agosto, el MAS apenas obtuvo el 3% de los votos, una cifra impensable hace tan solo una década.
Bolivia entra así en una etapa de renovación política. Los viejos liderazgos dan paso a una generación que busca reconciliar tradición y modernidad, justicia social y eficiencia económica. En ese equilibrio reside la oportunidad de un nuevo comienzo.
El reto para Paz será gobernar con inclusión. La ciudadanía ha demostrado que confía en las reglas del juego democrático, pero también que exige resultados concretos: empleo, estabilidad, servicios básicos y un Estado que funcione.
El 8 de noviembre, cuando Rodrigo Paz asuma la presidencia, Bolivia vivirá un momento simbólico: la transferencia pacífica del poder después de 20 años. Ese acto, que en otras latitudes parecería rutinario, en este contexto adquiere un valor inmenso. Es la señal de que el país ha aprendido de sus crisis y que la institucionalidad puede sostenerse incluso tras los años más difíciles
