A Lourdes Dubuc de Isea,
por ese invaluable tesoro
que es su Romería
por el folklore boconés
Su verdor, su luz y su aroma entran por el balcón para decirme que “no en vano he nacido en aquel valle rodeado de montañas verdes y azules que un día se transformó en pueblo, donde cada ventana regala su sonrisa al paisaje y a la brisa”.
Paisaje omnipresente al pie o en las cimas de las empinadas calles, en las puertas y ventanas otrora siempre abiertas, y ahora en este balcón desde el cual ya no podré contemplarlo, salvo en mis duermevelas. “¡Noche aciaga! Madre mira el horizonte. Sorbe guarapo y su frente se pierde en el tiempo. En su pelo de musgo y en sus ojos hechos iris en el fondo de una vasija de barro, galopan los caballos de su magia ancestral y ascienden hasta perderse en las nubes, cuyas alturas sobrevuelan las águilas de la cordillera. Y ahora ella…”. Ella y todos mis mayores se han marchado, y a mí me toca dar las espaldas al balcón; cerrar la puerta con esta llave, y no con esa otra enorme y pesada que duerme en un estuche y con la que los antepasados fueron obligados a cerrar para siempre su casa allende el mar.
II
“En ese mi tiempo y en ese mi mundo había una niña blanca, tímida, rolliza; de sonrosadas mejillas y labios golosos de caramelos y frutas. Niña que sobresaltada caminaba calle abajo y se detenía ante una enorme fachada con ventanas y puertas abiertas.
El portón de dos hojas, inmenso, la invitó a pasar. La niña traspasó el umbral, abrió grandes los ojos y la boca, y supo que había sido atraída… Pues ahí, en el castillo, y no en la montaña ni en la laguna de Los Cedros, moraba el Encanto que custodiaba un tesoro (…) Sentada en aquel banquito de la antigua Casa del Ateneo de Boconó (…)”, ubicada en el 7-53 de la calle Miranda, aprendí que la palabra cultura es sinónimo de mujer. Gracias a mujeres como Lourdes Dubuc de Isea y Myriam Sambrano Urdaneta de Urosa, en Boconó se publicó Tiempo y Letra, cuyas páginas devoró mi infancia ávida de conocimientos. Quinquenario del cual Pablo Neruda expresó: “Tiempo y Letra florece en Boconó, entre las altas montañas, y es una flor de papel alimentada por un substrato profundo de inquietud y cultura. ¿Cómo se mantiene tan alto? Por la voluntad de un grupo compacto y valiente de mujeres. ¡Salud a ellas! ¡Viva la luz!”.
De Myriam ha quedado el Ateneo de Boconó y su amplísima labor –no solo en Venezuela– en pro de las artes y las letras. De Lourdes, una obra etnolingüística universalmente invaluable: Romería por el folklore boconés. Además, como cronista de la ciudad de Boconó, realiza una tarea que ha dado su fruto en esa otra obra única en su género: Proclamación de la Heredad. Boconó: Estancias y vivencias. Y como Boconó es tierra de generosos convites y buen yantar, Gladys Mendoza de Gonzalo recopiló casi todas las recetas que dan fama a la sabrosura de la cocina boconesa en su Chichas, Mojos y Amasijos.
Pero Boconó también es la música, por eso son inolvidables en la plaza Bolívar las veladas de las Noches Boconesas y las dominicales retretas de la Banda Municipal bajo la batuta del maestro Carbonara. ¿Y cómo olvidar las magistrales interpretaciones al violín o al piano de sus propias composiciones –en especial “Al morir la tarde” del maestro Rafael María Hernández?
III
Boconó es la alta torre de la Iglesia Matriz de San Alejo, con su reloj que no solo se ve desde cualquier lugar sino que da la hora con sonoras campanadas que se escuchan a lo largo y ancho de todo el pueblo; con su campanario desde donde los sacristanes han echado las campanas a vuelo o las han hecho doblar por los difuntos o las han tocado a rebato según el motivo de su tañer: júbilo, duelo o peligro, sobre todo de incendio. Hoy sus repiques continúan invitando a los fieles a la misa o rezar el ángelus a la caída de la tarde.
También son las casas de amplios corredores con colgantes helechos, patios centrales con florecidos jardines y ventanas con celosías desde donde se podía ver y escuchar sin que jamás a uno pudieran verlo de la calle. De esas casas ya quedan pocas, pues las más han sido víctimas del abandono y la ruina, del afán de lucro y el caos urbanístico que en el Boconó de hoy raya en lo kitsch.
Recuerdo la de las señoritas Amelia y María Elisa Pardi, la de doña Barbarita Enríquez de Carrasquero y la de de la señorita Hebe Rosa González, en especial esta última porque en medio del patio de azucenas, gladiolos y calas tenía un estanque lleno de pececitos de colores; además, porque de las grandes pailas de cobre puestas sobre los fogones ascendía el aroma del dulce de leche, de cambur o de guayaba, que luego se transformaba en deliciosos bocadillos en forma de conejos que, envueltos en papel celofán, comían musgo en lugar de zanahoria, llevaban lacitos de papel crepé en el cuello y miraban con sus ojitos negros de semillas de capacho a los golosos que, como yo, los contemplaban antes de comprarlos y saborearlos poco a poco.
IV
Boconó es el río poeta, pastor y viajero, según los elogios de Oscar Sambrano Urdaneta en sus Sonetos fluviales. Río que se desliza lento y plateado bajo el sol, brillante como las escamas de un descomunal y antiguo pez, pero también es río embravecido que cumple los designios de los antiguos dioses cuicas y venga implacable las afrentas a su naturaleza, desbordándose y llevando a su paso todo lo que encuentra. “El 30 de junio de 1951 –escribe el Pbro. Nicolás María Espinosa Espinosa—fue un día verdaderamente aciago para esta ciudad. El Río Boconó, antes apacible como sus riberas bordeadas de pomarrosas, se puso hosco primero; luego empezó a bramar como bestia apocalíptica para desbordarse por donde nunca lo había hecho en su carrera de milenios (…)”. Igual furia lo hizo desbordarse el lunes 08 de julio de 1981, cuando Myriam Sambrano Urdaneta de Urosa expresó: “El río hinchado por los caudales de todas esas vertientes, barrió árboles y nidos, cosechas y animales, viviendas y enseres y extendió o desvió su cauce desnudando las orillas vegetales para vestirlas de arena y fango (…)”.
V
Boconó es mi Ítaca. Lugar de donde un día salí anhelando por siempre retornar, pues he vivido, como dice el último terceto de un soneto de mano anónima, evocando “aquel valle tan hermoso/ donde mi infancia vivió en el gozo/ de tantas cosas que en mi ser palpitan…” De ahí que Boconó sea magia, mito, leyenda, pues recuerdo cuando “de pie ante el pretil que limita a las dalias del patio donde se seca el café, como frontera de piedra que aparta acá pétalos y flores, y allá un espacio desértico, cuadrado, siempre cubierto con esos granos como arena secándose al sol”. Sinecio –el que me llevaba en burro para la escuela– esperaba “la hora cuando el sol comienza a escabullirse” para tomarme de la mano y llevarme al lado de las peonas recolectoras de café para que, mientras sorbían su guarapete y comían pan dulce aliñado con anís, escucháramos entre escupitajos de chimó sus cuentos de cómo eran los encantos que habitaban en las lagunas y de sus amos doña Aldonza y don Monterudo… “Mis manos sudan. Mis ojos muy abiertos y mis orejas, como perro de caza, al acecho de cualquier ruido que me haga temblar (…) El silencio más profundo está en la noche, aquí las dalias y por todas partes la luz de los suqueses. El reloj de piedra del patio de secar café —gigante y lento— golpea sus horas, sus minutos, sus segundos… Yo llevo acaso su desgano y aguardo una señal que no aparece, tal vez sea un ladrido lejano y hasta ausente (…)” Y así crecí huyendo de la luz de los suqueses y de las maldades de los momoyes y las brujas; soñando con las botijas de morocotas enterradas al pie de un matapalo o cualquier otro árbol barbado de sensén; escondiéndome del arco iris para que su cabeza de caballo no me vaya a morder porque cree que ando tras la búsqueda del tesoro escondido detrás de uno de sus siete colores. Guardando reverencial silencio frente a las lagunas y quebradas para que el encanto que mora en ellas no me vaya a llevar o lo que es peor, que se enoje y mude, y al hacerlo desborde todas las aguas, en especial las del río Boconó. Rezando oraciones secretas y usando contras para protegerme de las acechanzas del Maligno y los males puestos por los envidiosos, de los cuales sólo pueden librarnos los muy ocultos y sabios mojanes que habitan en los páramos y montañas, donde crece el díctamo real que nos hará inmortales y los dioses cuicas duermen en la oscuridad de sus inexpugnables grutas.
VI
Porque Boconó es y será por siempre el lugar donde “Una vez, en un tiempo ya lejano, había una niña callada y solitaria, y cuya infancia transcurría dentro de un cuarto húmedo y sombrío. En él, en lugar de paredes, había estanterías repletas de libros, que de tan altas a la niña le parecía que traspasaban el techo y alcanzaban el cielo.
Mas era incierto que la niña estuviera triste y silenciosa, pues cuando ella tomaba alguno de aquellos libros y comenzaba a leerlo, ocurría un prodigio: el cuarto se iluminaba y los seres que estaban muertos o dormidos en las páginas volvían a la vida (…) Y hoy algunos de los volúmenes de esa biblioteca están de nuevo entre mis manos que acarician las tapas y los lomos, mientras leo sus títulos: Orígenes Trujillanos de Amílcar Fonseca; Los orígenes de Boconó de Hno. Nectario María; Crónicas del Boconó de ayer de José María Baptista; Romería a través del folklore boconés y Proclamación de la heredad. Boconó: estancias y vivencias de Lourdes Dubuc de Isea; Mojos, chichas y amasijos. La sabrosura de la cocina boconesa de Gladys Mendoza de Gonzalo; Sonetos fluviales al río Boconó y Se llamó Myriam y ésta es su huella de Oscar Sambrano Urdaneta. Al abrirlos sus páginas le dan la bienvenida al ensueño y los recuerdos, pues no son otra cosa que la memoria de un pueblo y, por ende, la mía de donde extraigo los fragmentos de este libro que en mí se está escribiendo…