Como se acerca el Día del Maestro, quiero recordar que el genuino educador es un sembrador de esperanza y para ello debe tener el corazón lleno de ilusión y de pasión. No se amilana ante las dificultades, no se acobarda ante los problemas, sino que los enfrenta con decisión y acude cada día con verdadero entusiasmo a asumir la tarea apasionante de ayudar a desarrollar las potencialidades de cada estudiante para que logre alcanzar su plenitud.
Si educar es apostar por una persona y un país mejor, no es posible hacerlo sin esperanza. La educación, como insistía Paulo Freire, exige la convicción de que es posible el cambio, implica la esperanza militante de que los seres humanos podemos reinventar el país y el mundo en una dirección ética y estética distinta a la marcha de hoy. Esperanza crítica, no ingenua, que necesita del compromiso tenaz y del testimonio coherente para hacerse historia concreta. El desencanto, como el miedo, expresan falta de fe. Debemos pasar del desencanto a la ilusión, del pesimismo al entusiasmo, del derrotismo al compromiso: ¡Otra Venezuela es posible! ¡Otra educación es posible, que deben gestarla sobre todo los educadores! La educación, más que reformas curriculares, necesita pasión: no puede ser meramente una profesión para ganarse la vida, sino que tiene que convertirse en un medio para ganar a la vida a los demás, para enseñar a vivir con autenticidad, para defender la vida donde quiera que esté amenazada, para convivir con el otro diferente, para dar vida, dar la vida.
El genuino educador denuncia y anuncia. Denuncia las estructuras de injusticia y de violencia, denuncia la hipocresía y la mentira, denuncia la mediocridad y el sinsentido, y anuncia con entusiasmo un futuro humano y digno. Denuncia para ganar a las personas al compromiso con la vida, a realizar su vocación de ciudadanos honestos y solidarios, comprometidos en la gestación de un país mejor.
Y esto hay que afirmarlo con fuerza en tiempos en que crecen la desesperanza, el victimismo y el miedo. El que pierde la esperanza no es capaz ya de captar lo bueno, lo hermoso de la vida. Se la pasa quejándose, no acierta a ver el lado positivo de la vida y de tantas personas generosas y solidarias, que a pesar de los problemas, siguen trabajando con tesón y entrega por sacar al país del abismo en que se encuentra. Todo está mal, todo es inútil, no hay nada que hacer. En esa actitud desesperanzada malgastan muchos sus mejores energías, y siembran a su alrededor pesimismo y claudicación.
La desesperanza suele venir acompañada de tristeza. Desaparece la alegría de vivir. El mal humor, el pesimismo y la amargura están cada vez más presentes. Nada merece la pena. No hay un por qué para vivir ni para luchar. Lo único que queda es la resignación y el abandono.
La falta de esperanza se manifiesta también en cansancio. El trabajo y la vida se convierten en una carga pesada, difícil de llevar. Falta empuje y entusiasmo. El problema de muchas personas no es tener problemas, sino no tener fuerza interior para enfrentarse a ellos. Si Anatole France decía que “nunca se da tanto como cuando se da esperanza”, educar tiene que ser una siembra permanente de esperanza y de amor.