Como ya lo comprendieron los filósofos griegos, la genuina sabiduría consiste en conocerse a sí mismo. Hoy abundan los especialistas y expertos, se exhiben con orgullo abultadísimos currículos, vivimos intoxicados de una información que se renueva en cada segundo, algunos llenan con sus títulos y diplomas las antesalas de sus oficinas, pero cada día escasean más y más las personas que se preocupan por conocerse y plantearse su misión en la vida. Proliferan los postgrados, diplomados y cursos de formación permanente, pero son muy raros los sabios, personas capaces de adentrarse en sí mismos y asumir la existencia como misterio, como pregunta y como proyecto. Sabio no es el que sabe mucho, sino el que sabe utilizar el saber para vivir y dar vida.
Para conocerse, es esencial la capacidad de reflexión y silencio. Pero cada vez abundan más y más las personas que son incapaces de estar solas y en silencio. El actual mundo, lleno de ruidos y de prisas, impide la reflexión, el cuestionamiento personal. Muchos pasan la vida huyendo de sí mismos, con un desconocido dentro, sin atreverse a bucear dentro de sus deseos, anhelos, temores y sueños más profundos. El estilo de vida impuesto por la sociedad moderna aparta de lo esencial, impide a las personas descubrir y cultivar lo que son en potencia, bloquea la expresión libre y plena de su ser. De ahí que la educación debe ayudar a los alumnos a plantearse su proyecto de vida y responder con valor las preguntas esenciales: ¿Quién soy yo?, ¿cómo quiero ser?, ¿a qué estoy dedicando mi vida?, ¿cuáles son mis valores esenciales?, ¿cómo me imagino una persona realizada y feliz?, ¿en qué debo cambiar y mejorar?
El conocimiento de sí mismo debe llevar implícita la propia valoración y autoestima. Todos valemos no por lo que tenemos, sino por lo que somos, porque somos. Todos tenemos valores y carencias o debilidades que debemos conocer para construir sobre ellos nuestra identidad. Las propias debilidades pueden convertirse en fortalezas si las aceptamos y nos empeñamos en superarlas. No hay nada más formativo y que ayude a crecer que asumir el error o la deficiencia como propuestas de superación.
Si bien es cierto que sólo si uno se acepta y quiere podrá aceptar y querer a los demás, no es menos cierto que es imposible quererse si uno no ha experimentado el amor. La autoestima parte siempre de la estima del otro. De ahí la importancia de la pedagogía del amor, de que los maestros quieran a sus alumnos, de modo que todos se sientan importantes, valorados, amados. Como me gusta repetir, los ojos de los maestros y maestras deben ser un espejo donde cada alumno pueda mirarse y verse valioso, respetado, querido. Por ello, a algunos educadores les va a tocar incluso llenar ese vacío de amor que sus alumnos nunca encontraron en su hogar y curar de este modo las profundas heridas del desamor.
No basta con conocerse y quererse. El reto es asumir la vida como una tarea y una aventura apasionantes. Nos dieron la vida, pero no nos la dieron hecha. Los seres humanos somos creadores de nosotros mismos, podemos decidir lo que queremos llegar a ser. La vida es un viaje y cada uno puede decidir su destino. Podemos ir a la cumbre, o al abismo. Podemos hacer de nuestra vida un jardín de flores o un estercolero. Podemos vivir dando vida o amargando o asfixiando la vida. Por ello coexisten los santos y los criminales, personas dispuestas a matar y personas dispuestas a dar la vida por salvar a otros.