Asombró con «Al Norte de la sangre»

Hoy estas tres grandes de la cultura trujillana se reencuentran en el cielo, Pilar Romero, Ana Enrique Terán y Aura Salas Pisani.

Sesenta y cinco años hace que Ana Enriqueta Terán asombró a la nación con sus versos de «Al Norte de la sangre»: un acento nuevo, una lengua transparente, un vuelo inusitado son las características de esa poesía. Y eso es la mujer de elección, de quien podríamos resumir en su vida y en su obra todas las excelencias de lo que Valera es capaz. La decisión unánime del jurado que otorga el Premio Nacional de Literatura acertado al hacer justicia a una gran poeta de este país por fortuna nativa de esta tierra.

Pero da tristeza saber que las nuevas generaciones de valeranos y trujillanos en general, poco han oído hablar de ella, o la desconocen. Se nota una indiferencia total para conocer de ellas, de su obra, de su personalidad y de su amor profundo por una ciudad, Valera que la lleva signada en su alma. Ahora hemos desechado la historia, que es maestra de la vida, no es para caer en la poesía, adorno impar de la existencia social, sino para sumergirnos en el nominalismo y la estupidez. Ana Enriqueta Terán, fue y seguirá, por lo demás, siendo una personalidad superior. Mujer culta, educada, fina. Nada vulgar. Hoy más que nunca los triunfos de Ana Enriqueta Terán quien partió al encuentro con Dios  a sus 99 años de vida deben llenarnos de honor y de júbilo.

Al lado de sus recuerdos

Ana Enriqueta Terán de su juventud, guardaba recuerdos llenos de aquella Valera de la primera mitad del siglo, en una de sus últimas entrevistas dijo: “Soy una mujer envejecida con valentía al lado de mis recuerdos y de mi Valera que guardo en mi corazón… Una Valera hermosa. Cálida, humana, llena de paisajes, personajes, historias y cantos que alivian el alma”.

Una vida intensa y amorosa

Si leyéramos las memorias de Ana Enriqueta Terán, nos encontraríamos con grandes personajes de la contemporaneidad y celebridades del arte. El telón de fondo de su vida es un extenso trayecto de la realidad política, que va desde Juan Vicente Gómez, e incluye personajes como Argimiro Gabaldón (quien era su primo), Jóvito Villalba, Gustavo Machado, Marcos Pérez Jiménez, los presidentes de la IV República y, por supuesto, Hugo Chávez, pues la gran poeta de Valera siempre afloro sus simpatía por el fallecido mandatario.

En el plano artístico, el desfile de notables comienza nada menos que con Andrés Eloy Blanco, quien la conoce en 1931 (cuando ella tenía sólo 13 años), lee sus primeros poemas y la declara poeta. El cumanés, años más tarde, durante un recital en homenaje a Alberto Arvelo Torrealba, en el Ateneo de Caracas, desató las risas de todos los presentes cuando su voz se abrió paso entre los aplausos: “¡A esa la descubrí yo!”, gritó. La chica acababa de leer versos de una de sus primeras obras publicadas, Décimas andinas.

En el recorrido vital de Terán también aparecen figuras como el poeta español Rafael Alberti (quien le puso el apodo “la Guaricha”); los poetas venezolanos Juan Liscano, Víctor Valera Mora y Ramón Palomares; y los pintores Aimée Battistini, Oswaldo Vigas y Pascual Navarro. Como desarrolló una breve carrera diplomática (a la que renunció para no respaldar la dictadura de Pérez Jiménez), también tuvo la oportunidad de alternar con personajes históricos de nuestra América, como Juan Domingo Perón, Eva Perón y Augusto César Sandino.

Más allá de alternar con gente destacada, en su pasantía diplomática estuvo en Argentina y, según dijo en conversaciones y conferencias, regresó convencida del inmenso potencial de la América profunda. “Aprendí a amar las grandes masas indígenas. Soy una poeta mestiza. Y me siento muy orgullosa de eso”.

Vista siempre como una persona de cuidado, por sus vinculaciones y afinidades con la izquierda, no fue sino hasta 1989 (entrando ya en su séptima década) cuando recibió el Premio Nacional de Literatura, un galardón que merecía desde mucho tiempo antes. De cualquier manera, el reconocimiento tuvo el respaldo de tirios y troyanos. Para completar la lista de justos honores, en esa época el Teatro Valera (hoy en completo abandonado y sin dolientes) lleva su nombre y la casa donde vivió sus años mozos, en Jajó, adoptó el título de uno de sus poemarios, Casa de hablas, en una oportunidad se habló de transformarla en un centro cultural, pero todo quedó en promesas. Allí, por cierto, estaba el taller en el que Ana Enriqueta desplegó otro de sus talentos: la costura.

Ana Enriqueta vivió en diferentes lugares de Venezuela: Valera, Jajó, Puerto Cabello, Valencia, Caracas, Margarita, Morrocoy, pero siguió  siendo amante de su montaña natal, a la que dedicó buena parte de su obra inicial. Especial afecto sintió por sus coterráneos, a quienes consideraba gente cortés y maravillosa. Según solía decir la poeta, hasta cuando lloran, los niños andinos lo hacen dulcemente.

En su afán de reivindicar y defender lo venezolano —y lo trujillano—, puso a la orden su calidad lírica al servicio de la beatificación de José Gregorio Hernández. El privilegiado destinatario del alegato ha sido el papa Francisco. En una entrevista al Diario El Universal dejó testimonio de eso: “Es muy justo que también tenga un lugarcito entre los santos del mundo. Es un trujillano ejemplar. Se pierde en la distancia. Qué orgullosa me siento de mi paisano”.


Su historia de amor

En la biografía de esta poeta no podía faltar la historia de amor y el coprotagonista fue el ingeniero José María Beotegui, a quien flechó el mismo día que se conocieron, en 1954, en un acto en el Ateneo de Valencia, cuando presentaban el primer número de la revista literaria Cuadernos del Cabriales. Una fotografía que ha quedado como testimonio de ese primer encuentro, la muestra a ella en todo su esplendor, con un aire muy español, como haciendo juego con sus primeros poemas. La pareja se casó al año siguiente y la unión se prolongó por más de 55 años, hasta que Beotegui falleció, en 2011. Tuvieron dos hijos, un varón que murió pocos días después de nacer y Rosa Francisca Beotegui Terán, continuadora de la saga de la madre, poeta, aunque de profesión arquitecta.


A Mi Cuerpo

Te mueves, enarbolas tu sangre y tus cabellos,

bestia mía dorada que fluyes en la sombra.

¿Qué palidez obliga tus pesados corales

y llena de presagios tu limitada forma?

Te mueves anegado en tu propia espesura,

de la madre a la muerte y del pez a la llama.

¡Qué lentitud de calles y de luna redonda

arboriza tu llanto y el humo de tu casa!

El agua detenida en morenas vasijas

copia los pasajeros tintes de tu materia,

te escuchas en el denso fuego de tus rodillas

y en la luna creciente de tu vientre de cera.

Ignoras la pequeña vertiente de tu espalda

y persigues tu piel en todos los espejos;

te buscas en la inmóvil sonrisa del retrato

y te palpas la cal modelada del hueso.

Te he visto recoger amapolas y arenas

debajo del bramido y del árbol insomne;

te he visto revivir antiguas madreselvas

y retener paisajes de música en la noche.

¡Qué misteriosa lumbre cruzas para mirarte

en el hijo rizado de otra sangre y penumbra!

el amado te llena de tibios universos

por el aire silvestre que ronda tu cintura.

Vuelve sobre tus pasos de corazón y doma

los altos ruiseñores que gimen en tu pecho.

Te ignoras y te llenas de profundos rumores,

bestia mía dorada que fluyes en la sombra.

De: Al Norte de la Sangre (1946)

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