Un simple virus ha mostrado la fragilidad de nuestro mundo y hasta los países más poderosos se han puesto a temblar y ven con preocupación cómo se derrumban sus seguridades y sus economías. Ojalá que aprovechemos el miedo y la alarma generalizada para una profunda reflexión sobre la debilidad de nuestras vidas que nos lleve a reorientar la actual marcha del mundo y nos impulse a buscar una profunda reconciliación universal. Si no hemos asumido con la debida responsabilidad el problema del deterioro ambiental que está poniendo en peligro la sobrevivencia de la humanidad, el surgimiento del virus y su rápida propagación en todos los países y clases, nos debería convencer que todos somos ciudadanos de un mismo mundo y que deberíamos empezar a superar las diferencias para enfrentar juntos los problemas de todos y superar no sólo las acometidas del coronavirus, sino las de otros virus mucho más mortales como el hambre y la miseria que ocasionan miles de muertos cada día y que no se combaten como se debería.
De repente, con el cierre de las fronteras, todos nos hemos sentido migrantes maltratados y nos hemos asomado a su angustia y su dolor. Todos además, nos hemos sentido posibles portadores de enfermedades. Ante la resistencia a efectuar juegos a puerta cerrada o suspender los partidos, hemos sentido que el fútbol y la mayoría de los deportes masivos son más que un espectáculo, un negocio, y que una enfermera es mucho más importante que un ídolo deportivo. Y la angustia de muchos aficionados que no pueden vivir sin fútbol nos ha llevado a entender la trivialidad de sus pasiones.
En una sociedad fundamentada sobre la productividad y el consumo, que mira con desdén la cultura más gozona y relajada de otros pueblos, se les obliga a un paro obligado sin saber qué hacer con el tiempo pues siempre se ha considerado como uno medio para ganar dinero, y obliga a muchos a una inesperada e insólita cercanía familiar y a tener que cuidar a los niños, responsabilidad que habían delegado en otras personas y otras instituciones.
Siempre las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas.
Mientras algunos acaparan alimentos y mascarillas y vacían los estantes de los supermercados y farmacias, especulan con la escasez, o utilizan las redes sociales para sembrar la zozobra con noticias falsas, otros muchos como numerosos médicos o enfermeras, arriesgan su salud y se agotan en interminables jornadas para contener la enfermedad, aliviar los sufrimientos y salvar vidas. Otros muchos se ofrecen a cuidar niños y ancianos, a comprarles la comida o medicinas.
Cómo era de esperar, el virus ha llegado a Venezuela, país golpeado por una gravísima crisis humanitaria y sanitaria, sin recursos para enfrentar el virus y hasta sin agua, electricidad y gasolina. Ojalá que ante la amenaza a todos y la necesidad de unirnos para combatirlo, seamos capaces de superar egoísmos y odios y nos planteemos juntos la reconstrucción de una Venezuela que garantice a todos los derechos esenciales como salud, educación y alimentación.
Ante este nuevo sufrimiento y el miedo e inseguridad que trae consigo, esperamos que el Gobierno se replantee en serio la necesidad de cambiar de rumbo y trabajar por una verdadera reconciliación, dejando atrás visiones y políticas fracasadas y permita que los venezolanos nos expresemos libremente y lo antes posible sobre el tipo de gobierno y de país que queremos. Intentar utilizar la pandemia para mezquinos intereses politiqueros sería criminal.