Por: Antonio Pérez Esclarín
Cada día estoy más convencido de que si cambiáramos la mirada, cambiaría el mundo. Una mirada es algo muy sencillo, pero puede comunicar aceptación, compañía, comprensión. Puede llenar de fuerza al abatido, eliminar el odio más oculto, ser la chispa que encienda una nueva vida, cambiar el corazón más endurecido. Una mirada de amor cura las heridas más profundas, pone alas a la esperanza, da confianza al tímido, confiere valor al derrotado
Conviene recordar que respeto viene del latín, respicere, que significa precisamente mirar. Existimos en cuanto somos mirados. Negar la mirada es negar la existencia. Por ello, los distanciamientos comienzan a expresarse con la ausencia de mirada: “Ya ni me mira”, solemos decir cuando tenemos problemas con alguien, y con frecuencia los poderosos han invisibilizado a los pobres y necesitados, construyen sus mansiones donde les resulte imposible contemplar el rostro de la miseria. Y al no verla, no existe o se reduce a meros números o datos estadísticos. Pero el auténtico ser humano no sólo se expresa verbalmente, sino que tiene otros medios de comunicarse, incluso más profundos, como por ejemplo con la mirada: “Si no sabes interpretar una mirada, de nada servirá una larga explicación”.
Hay miradas indiferentes y miradas que ofenden, irrespetan, desprecian, humillan. Hay también miradas concupiscentes, sucias: “Me miró feo”, solemos decir cuando uno se siente un mero objeto de deseo, o de desprecio. Pero hay también miradas de ternura, alentadoras, que embellecen porque los ojos acarician mejor que las manos. Las mamás pueden pasar horas y horas acariciando con su mirada a su hijito y cuanto más lo miran, más bello lo ven. Los enamorados pueden estar largos ratos acariciándose con los ojos sin necesidad de palabras.
Hay un viejo refrán que dice: “Ojos que no ven, corazón que no siente”, pero el refrán es mucho más verdadero al revés. Si el corazón no siente, los ojos no ven: “Es el corazón el que enseña a los ojos a mirar”. Eso es lo que nos dice el evangelista Lucas en la parábola del Buen Samaritano: El sacerdote y el doctor vieron al herido del camino, lo vieron con los ojos físicos, pero no lo vieron con el corazón, por ello dieron un rodeo para no toparse con él. En cambio el samaritano, un publicano, una persona despreciada por los judíos, fieles cumplidores de las normas y principios de la religión, lo vio con el corazón y por ello, acudió en su ayuda. Y es que, como dice Saint Exupery en El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos, sólo se ve bien con el corazón”. Sólo si miramos con los ojos del corazón seremos capaces de descubrir la verdadera belleza. Por ello, debemos aprender a mirar a todos y al mundo con los ojos del corazón. Así seremos capaces de descubrir bellezas y bondades ocultas para los demás. Detrás de algunos rostros estirados por la cirugía y de cuerpos cubiertos con ropas de las más famosas marcas, se esconden almas muy arrugadas, y debajo de los surcos y heridas de muchos cuerpos quebrantados por el trabajo y la entrega brillan espíritus sublimes y hermosísimos.
Este es el tema de la novela “Marianela”, del escritor español Benito Pérez Galdós. Marianela es una joven que ha tenido un accidente y se le ha desfigurado el rostro. Todo el mundo, que la mira con sus ojos físicos, sólo es capaz de ver en ella su deformidad y fealdad. Marianela se hace amiga de un ciego que, precisamente porque sus ojos son incapaces de ver, mira a la joven con su corazón y descubre en ella toda su belleza interior, el caudal generoso de su inmenso corazón. Un día, Marianela le hace una excelente pregunta a su amigo ciego. “¿Tú sabes distinguir cuándo es de día y cuándo es de noche?”. El ciego le responde sin la menor vacilación: “Por supuesto que sí. Es de día cuando tú estás a mi lado; es de noche cuando tú te vas”. En consecuencia, maquillemos cada mañana nuestro corazón para que seamos capaces de mirar con ojos cariñosos y vivamos embelleciendo vidas, sanando heridas, estirpando las arrugas del alma. ¡Ojalá nos atrevamos a convertir nuestras vidas en luz y calor para los demás!
Por todo esto, la reconstrucción de Venezuela debe empezar por el cambio de mirada. Tenemos que aprender a mirarnos con los ojos del corazón, para ver a cada persona en su dignidad absoluta, y no vernos como rivales o enemigos, sino como conciudadanos y hermanos. El conciudadano es un compañero con el que se construye un horizonte común, un país, un nuevo mundo, en el que convivimos en paz a pesar de las diferencias. El ciudadano genuino entiende que la verdadera democracia es un poema de la diversidad y no sólo tolera, sino que celebra que seamos diferentes. Diferentes pero iguales. Precisamente porque todos somos iguales, todos tenemos el derecho de ser y pensar de un modo diferente dentro, por supuesto, de las normas de la convivencia que regulan los derechos humanos y los marcos constitucionales.
@antonioperezesclarin
www.antonioperezesclarin.com
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