Por: Antonio Pérez Esclarín
Los seres humanos somos los únicos capaces de hablar. Mediante el habla, organizamos nuestras experiencias y creamos la arquitectura de los saberes. Y como cantan los miembros de las Comunidades Eclesiales de Base de Brasil: “La palabra no fue hecha para dividir a nadie/la palabra es un puente por donde va y viene el amor”.
Las palabras antes de definir un objeto o dirigirse a alguien, nos definen a nosotros mismos. Dicen quiénes somos y revelan en qué mundo habitamos. Hay palabras que animan, ayudan y hay otras que duelen más que golpes y causan heridas en el alma muy difíciles de curar. La palaba es sagrada si nos hace más capaces de abrirnos, de entregarnos, de respetar a los demás seres.
Necesitamos, por ello, aprender a bendecir, (bene-dicere: decir bien) hablar positivamente, evitando toda palabra desestimuladora, hiriente, que separa o siembra discordia. Lamentablemente, hoy se ha vuelto muy común la violencia verbal. El hablar cotidiano, el hablar tecnológico, la comunicación en las redes y el hablar político reflejan con demasiada frecuencia la agresividad que habita en el corazón de las personas. De las bocas brota con fluidez un lenguaje duro, implacable y procaz. Por ello, con frecuencia, las palabras, en vez de ser puentes de comunicación y encuentro, son muros que separan, hieren y dividen.
Toda pelea suele comenzar con insultos y los genocidas necesitaron justificar sus abusos y muertes mediante la descalificación verbal: Los colonizadores europeos llamaron salvajes e irracionales a los indios; los esclavistas calificaron de bestias a los negros; los nazis denominaban ratas y cerdos a judíos y gitanos; los comunistas soviéticos calificaban como hienas a los disidentes; los torturadores sólo ven en sus víctimas a bestias subversivas. Pero nunca llegaremos a la paz ni a la convivencia provocando el desprecio y la mutua agresión. Nunca llegaremos a la paz si seguimos introduciendo fanatismo y ofensas, si se coacciona a las personas con graves amenazas e insultos y se busca reducir al silencio al que piensa diferente. Cuando en una sociedad la gente tiene miedo para expresar lo que piensa, se está destruyendo la convivencia democrática.
Necesitamos, en consecuencia, recuperar una palabra cercana y sincera que posibilite y favorezca la genuina comunicación. Con frecuencia, hablamos y hablamos, pero no nos comunicamos. Hablamos y las palabras son trampas con las que nos ocultamos. Palabras devaluadas, sin valor. Dichas sin el menor respeto a uno mismo y al otro, para atrapar, para herir, para seducir, para engañar, para dominar. Por eso, palabras tan graves y serias como “lo juro”, “lo prometo”, “te amo”, “cuenta conmigo”…, encierran con frecuencia la mentira, la traición, el abandono, la soledad.
Al haber perdido la palabra su valor, sufrimos una creciente dificultad para establecer verdaderos diálogos, lo que está ocasionando un gran desprestigio de la política y de los políticos. Hoy, es muy común que falsos políticos mientan, acusen sin pruebas, traten de dividir o destruir con calumnias, prometan lo que saben no van a cumplir, y hasta juran por lo más sagrado que van a tomar medidas que ni son posibles ni piensan tomar. Y si las palabras escasamente significan algo o las forzamos para que signifiquen lo que nos interesa, no tenemos posibilidad de entendernos ni de asumir la política como un medio de resolver sin violencia las diferencias y conflictos. Y esto es gravísimo. No hay peor esclavitud que la mentira. No hay nada más despreciable que la elocuencia de una persona que no dice la verdad. Como decía Jesús, “La verdad les hará libres”: libera de las propias falsedades y arrogancia, de la ambición y el desprecio.
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