Apostar por la interculturalidad |  Por: Antonio Pérez Esclarín

 

El fenómeno creciente  e indetenible de las migraciones nos debe impulsar a trabajar por una verdadera  interculturalidad que supone la valoración positiva de la diversidad. En nuestras sociedades las diferencias tienden a convertirse en enfrentamientos debido a  la inseguridad  y los miedos que genera  cualquier forma de diversidad. Sin embargo, la diferencia bien entendida es un valor que nos enriquece. La incapacidad  para lidiar con la diversidad termina generando incomunicación, enfrentamiento y abismos. Esto sucede en los países, en las comunidades y en las organizaciones. De ahí la necesidad de  tender puentes en un mundo de polaridades excluyentes, si queremos caminar   hacia sociedades reconciliadas y fraternales. Reconciliar no es uniformar, homogeneizar ni silenciar los puntos de enfrentamiento, sino ayudar  a que la diferencia se convierta en valor y no en abismo. O ayudar a que, cuando se hayan generado abismos, como pasa en Venezuela, encontremos el camino para restablecer los puentes.

Asumir la  diversidad como riqueza supone aceptar las culturas diferentes y proponer  una genuina interculturalidad. La cultura no es algo accidental. Por ella y a través de ella plasmamos nuestro  horizonte de sentido, la manera de entendernos  y entender a los demás; las costumbres y hábitos sociales, las ideas, creencias, valores y esperanzas. La cultura es ese organismo vivo que nos permite vivir, conocer, amar y soñar en y desde un ámbito social concreto y limitado.

Hablar de la cultura es hablar del ser humano, que es plural y diverso. Pero ¿es posible la convivencia entre personas que tienen culturas distintas? De hecho, históricamente los procesos de dominación de pueblos y países han llevado siempre a imponer la cultura dominante y a despreciar como inferior la cultura de los pueblos dominados.

En nuestro mundo global, y en nuestra sociedad cada vez más móvil, donde unos 200 millones de personas migran y se desplazan de un lugar a otro buscando condiciones de vida digna, se empieza a hablar de que no sólo hay que respetar sus derechos como personas, sino también sus derechos culturales. En consecuencia,  se reconoce que vivimos en un mundo multicultural, donde coexisten culturas que se yuxtaponen sin que se dé una verdadera interacción entre grupos diferentes. El reto consiste en cómo  pasar del multiculturalismo que afirma las diversas culturas, que pueden convivir juntas  sin dejarse cuestionar o influir por la otra, donde los dominados para  sobrevivir, deben ajustarse a las normas y principios de la cultura dominante, a la interculturalidad que es siempre un proceso bidireccional que nunca puede ser unilateral ya que se basa en el encuentro, en la comunicación y en el intercambio. En consecuencia, la interculturalidad no es meramente un proceso cultural sino que es también un proceso ético y político que reconoce en el intercambio un hecho positivo y enriquecedor. Integrar equivale a perfeccionarse mutuamente manteniendo las diferencias, tender a  un todo que se sostiene sobre procesos de aculturación, acomodación, influencia e interacción… capaz de afirmar que las otras costumbres, las otras fes,  las otras historias, los otros sueños son también los míos. En nosotros coexisten todas las sangres, todos los colores, todas las diferencias porque en cada ser humano se sustancia la historia entera. En definitiva, la interculturalidad supone afirmar que el otro diferente está también dentro de mí.

 

 


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