Señalan los expertos que el respeto a los derechos humanos de una sociedad se mide por el estado de las cárceles y por la sensibilidad de la misma sociedad ante la realidad penitenciaria. El miércoles santo, día emblemático por la devoción al Nazareno, perdieron la vida un número considerable de personas recluidas en una comisaría policial, no en una cárcel, en la ciudad de Valencia. Llama la atención, en primer lugar, lo escaso, tardado y confuso de la información. En segundo lugar, hay que preguntarse si ante un motín o revuelta la manera de sofocarlo es permitir o coadyuvar a que se produzca literalmente una masacre de decenas de personas. En qué condiciones estaban, qué motivó el que se produjera un hecho que a primera vista, según los informantes se debe al hacinamiento, las condiciones infrahumanas, el hambre, etcétera, de los recluidos.
No podemos quedar impasibles ante hechos como éste, que en tiempos cercanos se han producido en otros centros de reclusión del país. Los testimonios que a diario llegan a las puertas de las iglesias pidiendo ayuda para sus seres queridos sometidos a una tortura inhumana, son numerosos. Duele más que no sólo es un reclamo a las autoridades sino también a los familiares de algunos de ellos que se desentienden, por las razones que sean, de sus seres queridos. No podemos dejar que la insensibilidad se apodere de nuestros espíritus y que esta horrible realidad de nuestras cárceles no nos afecte. Si perdemos un mínimo el norte de lo que significa cuidar la vida, no sólo la propia o de los seres cercanos, sino la de cualquier ciudadano, vamos por un despeñadero, en el que de verdad, la vida no vale nada. Y como no se trata de la mía, pues menos aún de la de aquellos que no me interesan.
Ante todo ello se impone la pregunta ¿qué hacer?, y la respuesta más sensata es que debemos ganar músculo ético para que se puedan evitar esas cosas. “Para ganar músculo ético es necesario quererlo y entrenarse, como el deportista que intenta día a día mantenerse en forma para intentar ganar limpiamente. Con eso no se solucionarán todos los problemas, pero sí que estaríamos mucho mejor preparados para buscar en serio soluciones con altura humana y para ponerlas en marcha” (Adela Cortina).
No podemos perder los valores que le han dado lustre al gentilicio venezolano: la acogida, el perdón, la búsqueda de solución rápida a cualquier tipo de conflicto sin pisotear los derechos de los demás. Nos están acostumbrando a que quien tiene la fuerza y el poder, tiene ancha autopista para obrar impunemente. Esta postura lo único que genera es una mayor injusticia e inequidad. Todo preso tiene las mismas prerrogativas y derechos de cualquier ciudadano, y por ello, la reclusión que es la negación de uno de esos derechos, debe solucionarse de forma más expedita.
No nos acostumbremos a la injusticia, no cohonestemos conductas que pisotean a los más débiles o desasistidos de la sociedad. No hay justicia posible sin un equilibrio humano, misericordioso, samaritano, para que quien ha delinquido, si es el caso, pueda reintegrarse sanamente a la sociedad. De lo contrario, nuestras cárceles son antros de perdición y escuela de resentimientos y odios que no conducen sino a la violencia y a la muerte. Todos tenemos derecho a una vida plena y digna, y es tarea de todos construirla.