La muerte de la profesora Ana Ramona Cabrita no debe pasar inadvertida para quienes por creer en lo fundamental de la educación y la cultura en la formación de un pueblo alerta, digno y participativo en la construcción de su propio destino, dedican con sentido de historia parte de su vida social al fomento de valores que lo hagan posible.
El trabajo cultural no es fácil. Requiere conocimientos bien digeridos y permanentemente actualizados; creencia en la eficacia de la inteligencia amorosa en el desarrollo de mejores sociedades; capacidad de superar obstáculos, indiferencias y menosprecios de los dueños del poder, sus amanuenses y
los conformistas; agresiones de quienes sienten que las conciencias iluminadas afectan sus intereses y perseverancia al extremo de comprometer la tranquilidad de su vida familiar.
Una sola persona no puede hacer eso. Es necesario estructurar complejos equipos de trabajo con variadas tareas específicas aunados por la fe de que sí es posible un mundo más amable, menos prejuiciado, menos injusto, menos vulnerable y más consciente de su compromiso colectivo.
Ana Ramona Cabrita perteneció, como educadora, como trabajadora cultural y como sostenedora de buenas tradiciones, a ese grupo de obstinados constructores de bien. Y lo fue en plano de humildad, plenamente segura de lo que era su deber de buena ciudadanía: fue la gran asistente de la histórica hacedora cultural Aura Salas Pisani, su compañera inseparable en todas sus acciones, su inmediato apoyo emocional y guardiana minuciosa de su memoria.
Al darle hoy el adiós terrenal, lo hago con la absoluta certeza de que no pasó como un número más en el amorfo gran conglomerado de la rutina cotidiana, sino que ejerció una enorme y generosa utilidad al proceso educativo y cultural de nuestra región.
Raúl Díaz Castañeda.