Por: Luis Hernández Contreras
Jamás se sabrá. Múltiples versiones han surgido de este tema y la verdad absoluta nunca se conocerá. Los hechos más objetivos han dicho que el famoso jurista, tribuno y político salía de su bufete del edificio “Agustín Nieto”, en la carrera séptima de Bogotá, pasadas la una de la tarde del 9 de abril de 1948. El día estaba frío y la lluvia amenazaba. Se ha escrito que iba en compañía de cinco amigos a celebrar un triunfo jurídico obtenido en los tribunales la noche anterior.
Entonces, en la Séptima, al salir a la avenida Jiménez, un individuo de traje gris se le acercó tirándole a quemarropa. Fueron tres disparos por la espalda e hizo un cuarto, que rozó la cabeza de uno de los acompañantes. Al caer, otro de sus amigos, el periodista Guillermo Pérez Sarmiento, corresponsal de una agencia internacional, que estaba en un café cercano, se aproximó para preguntarle qué había pasado, pero no obtuvo respuesta. Las heridas eran mortales. Detuvieron un taxi negro que marchaba a contravía y lo llevaron a una clínica cercana. Al instante, un grupo de curiosos sacó sus pañuelos y hasta una bandera quedó empapada con la sangre del herido.
El supuesto atacante fue detenido por un policía, a quien pidió que le preservara su vida. El agente lo llevó al local de una droguería y cerró la reja, pero la fuerza de la masa iracunda venció todo obstáculo. Entonces, varios limpiabotas comenzaron a pegarle con sus cajones, y de improviso, de otro local salió un hombre con una silla, golpeándolo rudamente en la cabeza. Al caer el herido, los presentes buscaron entre sus ropas los documentos de identificación que ninguno halló.
Aún no se sabe quién es, y al grito anónimo de “¡A Palacio!”, fue arrastrado de los pies por la Séptima hasta dejarlo desfigurado frente a la Casa Presidencial. Como si fuera la puesta en escena, dibujada en un libreto macabro, cientos de incógnitos se apoderaron de las calles, de las emisoras de radio, de los edificios públicos y privados, con la finalidad de destruir todo hasta consumirlo, volviéndolo cenizas.
La Radiodifusora Nacional divulgó falsas noticias y azuzó la violencia. Prontamente, todos se enteraron que el herido era Gaitán. El Capitolio Nacional – sede de la IX Conferencia Interamericana, que desde el 30 de marzo se realizaba en Bogotá, con la presencia de hombres de Estado, ministros de Exteriores, diplomáticos y políticos del continente – fue asaltado con los gritos que daban mueras a los conservadores, especialmente al canciller Laureano Gómez, convocando a la guerra civil. Los delegados fueron puestos a salvo, lejos del centro, mientras que un torrencial aguacero se desbordó sobre la capital. Pasadas las dos de la tarde, uno de los médicos de la Clínica Central informaba que Gaitán había muerto.
Nada pudo hacer la ciencia ante los certeros disparos que transformarían rotundamente la cotidianidad de un pueblo. Un reconocido fotógrafo, Leo Matiz, tomó las primeras instantáneas del cadáver, y de la nada una escultora apareció para moldear la mascarilla mortuoria. En el Palacio de la Carrera, el presidente colombiano Mariano Ospina Pérez, al enterarse de la noticia, luego de reunirse con sus colaboradores, inculpó a los comunistas del hecho. Los exaltados en las calles, identificados con escarapelas rojas en sus trajes, gritaban consignas para vengar la muerte de su ídolo. Quemaron vehículos y volteaban tranvías como si fueran pequeños grandes juguetes. Al grito de “A sangre y fuego”, consigna goda, aniquilaron vidas y bienes.
Ebrios de odio y de alcohol, de chicha bogotana, lanzaron bombas incendiarias, empleando cuanto utensilio les fue propicio para devorar todo lo que sus ojos veían, enfilando su objetivo hacia los monumentos más notorios del país: los palacios oficiales y religiosos, los colegios, las grandes tiendas. Abruptamente, brotaba gasolina y dinamita que estallaba como si Bogotá hubiese sido bombardeada por un cruel enemigo. Veteranos políticos bien sabían que no se trataba de una revolución, sino de “un momento de locura”.
El secretario de Estado norteamericano, el general Marshall, acusó a los comunistas, igualmente lo hizo el Partido Conservador, los liberales y el gobierno de Ospina. Entre los jóvenes que corrían por las calles se destacaban dos cubanos. Uno se llamaba Fidel Castro y negó ser comunista, testificando que “lejos de participar en el saqueo tratamos de ayudar a mantener el orden”.
“El Bogotazo” duró dieciséis horas hasta que, poco a poco comenzaron a ordenarse las cosas. Las hordas delirantes e iracundas actuaron, como si fueran un ejército de voraces termitas que produjo unas trescientas mil toneladas de escombros, alcanzando más de diez metros de altura. Bogotá se parecía al Londres atacado por la aviación nazi. Esos cuatro disparos, hechos por la supuesta mano de un hombre manso, insignificante, un pobre diablo, cambiaron la historia de Colombia desde el viernes 9 de abril de 1948.
El inmolado, Jorge Eliécer Gaitán Ayala era bogotano, hijo de una maestra de escuela y de un librero. Tenía cuarenta y cinco años de edad y se destacó como un brillante abogado. Se había formado en su patria y en Italia. Era maestro del Derecho Penal y fue líder liberal. Concejal, alcalde, ministro, candidato presidencial, docente, surgió como un gran tribuno, para muchos el mejor. Dominaba las masas a su voluntad. Les imponía, incluso, obligado silencio, como lo hizo en febrero de ese año en la Plaza de Bolívar para protestar contra la violencia conservadora. Gaitán quería ser presidente de los colombianos, pero cuatro balas se interpusieron en su camino y desde entonces Colombia sigue desangrándose con él.
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