Hoy, muy temprano, cuando en la SADET exploraba a un paciente, el ingeniero César Ponce, entristecido, fue a decirme que don Luis González acababa de fallecer.
La noticia me dolió, pero la esperaba. Desde ayer la esperaba, cuando se agravó el cortejo clínico del ACV que había sufrido hacía una semana.
Aquel hombre, que había sido, un activísimo ciudadano de muy alta categoría, excepcional, estaba apagándose desde un año atrás, todavía lúcido en sus 95 años, pero ya sin leer, la pasión de toda su vida, un tanto solo de amigos, porque para todos la pandemia sentenció el aislamiento, económicamente muy comprometido porque, como casi todos los que, se imponen como actitud existencial la rectitud de la honradez, vivía en una estrechez asfixiante, que lo limitaba en todos los órdenes pero que no doblegó su dignidad, a pesar del peso de la atmósfera triste de ver sin poder ayudar mucho, la lucha desesperada contra el cáncer de dos de su nietas, y la ausencia del mayor de sus bisnietos, uno de los miles de muchachos que han tenido que irse de Venezuela para sobrevivir a la ruina del país.
Dije un tanto solo de amigos. Sí. En su pequeño apartamento, que por varias décadas fue el sitio de encontrarse de muchos para festejar lo bueno de la ciudad, animados, como él decía, por la noble y vieja caña, o para entrar, sobre todo con jóvenes estudiantes, en los laberintos de la historia, la grande y la menuda, de ese Trujillo que a raudales le corría por las venas, derramado con sabiduría con un castellano bien dominado, enriquecido con palabras y modismos de muy vieja data.
Cómo Cronista de Valera dejó obra escrita perdurable. En periódicos, revistas y libros. Para publicar de estos últimos dos gruesos tomos con estupendas fotografías, vendió un terreno a una cuadra de la plaza Bolívar de Valera, dejando vacíos sus bolsillos.
Fue periodista brillante desde sus días del liceo. Creyente de izquierda, a pesar de los nefastos resultados que en los últimos 20 años le mostraba la realidad. Fiel a las ideas que lo prendieron en los rincones, muchas veces clandestinos, de su barriada Puente Machado, en Trujillo capital. Ideas que no le impidieron decir la verdad cuando creyó necesario destacar lo bueno que se daba en la otra banda, o compartir amigablemente con quienes pensaran distinto, o señalar atropellos y mentiras de quienes abusando del poder arremetieron brutalmente contra instituciones de utilidad pública como los ateneos de Trujillo y Valera, y el Centro de Historia de Trujillo, y los que quemaron libros en la vía pública, y derribaron estatuas, e inventaron heroínas que burlaron a Bolívar, y trataron de envilecer la memoria ilustre de ese gran venezolano que fue don Mario Briceño Iragorri.
Fue un vigilante tutor de sus sobrinos cuando quedaron huérfanos. Abuelo pródigo. Bisabuelo de corazón abundante. Defensor de su gremio. Luchador social. Un tanto como Alonso Quijano, lo que le hizo merecedor del título de don.
En esa larga cruzada de lucha por el bien, le acompañó por más de sesenta años doña Alba Moreno, y su hija Ana.
Se fue sin enemigos.
Permítame don Luis, en esta despedida final, frente a usted, en señal de sincero respeto, quitarme el sombrero.