Por: Libertad León González
Negruzca y sangrante como un viejo vino
Su boca estalla en risas bajo las ramas
Rimbaud
Hace pocos días el Diario de Los Andes rindió un merecido homenaje al valerano de mayor prestigio y resonancia en el ámbito de la literatura venezolana e hispanoamericana, Adriano González León (Valera, 14-11-1931- Caracas, 12-01-2008). En esta significativa edición pudimos recordar el valor de la novela Se llamaba Adriano le decían el Nene (2023) escrita por el Dr. Raúl Díaz Castañeda (Barquisimeto, 1934) a su caro amigo, de acrisoladas vivencias en torno a una ciudad que los unió para siempre. A solo un día de celebrarse en nuestra ciudad el Primer Congreso de Valera, organizado por el Ateneo de Valera, con la promoción de un grupo de jóvenes talentos de la sociedad civil valerana, coordinados por el joven TSU Arturo Osuna y asesorados por el Rector emérito de la Universidad Valle del Momboy, Dr. Francisco González Cruz, bien vale detenernos, una vez más, en la palabra entrañable de Adriano González León quien a través de su escritura nos devuelve el entusiasmo por seguir apostando por nuestro terruño.
Tiene Adriano en su discurso narrativo la profundidad del pensamiento de un hombre que piensa con énfasis en el valor de la existencia humana, pero también nos muestra las cavilaciones cargadas de inocencia de un enamorado en sus primeros intentos de conquista o muestra el temple de cualquier generación de hombres con pensamiento y acción aguerridas a propósito de los destinos de su país. Adriano es un hombre hecho de palabras inconmensurables a la pasión narrativa y poética. Adriano es símbolo de una comarca soñadora, es el poema in extenso dedicado a su ciudad con diversas vestiduras como nativo, como visitante, como amigo de los amigos, como hombre de letras consagrado e inmortal que ahora vela desde otro plano a los hacedores de su ciudad en tiempos difíciles porque siempre los habrá.
Busco algunos textos, algunas expresiones que nos devuelvan a su encantamiento escritural, me detengo en algunas imágenes de mujer. Aselia es un cuento dedicado a sus amigos de la Tierra de Nubes, Antonio Pérez Carmona (Escuque, Trujillo 1933-Trujillo, 2006) y Ramón Palomares (Escuque, Trujillo 1935- Mérida, 2016). Aselia nombre de mujer que inspira el olor a tierra húmeda, productiva. Mujer de pueblo, ingenua, enajenada, llena de asombro, de enigmas, protectora de las pequeñas riquezas de su entorno, de su mundo real e imaginario:
Pero yo vi tus brazos levantados la noche de la tempestad, haciendo las señales, hacia el lado donde nacían los relámpagos. Después vino toda la humedad de los astros sobre tu cuerpo y tus cabellos brillaron contra la fría invasión. Fue allí, Aselia, donde tu boca, tu espantosa boca siempre bañada por las moras, se iluminó. (González León, 2003, p. 8).
Los amores de adolescencia también se muestran en los relatos de Adriano hasta la ilimitada ternura que nos hace recordar los tropiezos del personaje Corcho en la novela sin par, Piedra de mar (1968) del escritor venezolano llamado Señor de la Ternura, Francisco Massiani (Caracas,1944- Caracas, 2019). Revisemos una muestra del cuento Uno (2007) de Adriano González León, para deleitarnos del desaire que recibe todo adolescente enamorado:
Pero después, en ese mismo parque, tú andabas vestida de azul, disfrazada de azul, casi parecida a una estrella, casi aquella tarde de la película, casi lo que fuera… y yo te fui a esperar y compré un ramo de astromelias y barquillas que derramaban su helado de tutifruti y me paré en la grama más limpia, desde el lugar del parque donde todo se podía ver, dónde tú no me podías olvidar, cargado de flores y regalos, donde no era posible que tus ojos no vieran mis presentes, lo que llamaban ofrendas en los libros, que no vieras mi ilusión y dieras vueltas en los árboles de colores dónde me quedé solo para llorar tu amor. (óp. cit., p.15).
Tampoco ha de faltar la presencia ejemplar de la figura de la maestra en el breve relato de Adriano llamado, precisamente, La Maestra (1988), observamos un texto narrativo de vaticinios en torno al país que debió ofrecerse a los ojos de los niños escuchas de ayer que no son los mismos niños escuchas de hoy, pero sí tienen ambas generaciones la misma amenaza, los mismos temores de épocas distintas porque resultan presagios cumplidos y que podemos llamarlos desesperanzas:
Todos los caminos de nuestra extensa geografía y los 2.813 kilómetros de costas están llenos de olvido. Desde las zonas montañosas por las vertientes, el relieve terrestre se define con la palabra silencio, niños, atención, no abran la boca hasta el momento de cantar el himno nacional. La flora y la fauna lloran y el clima subtropical es insoportable. Así como dos y dos son cuatro, es menester estar atentos, muy atentos. El caballo de Atila viene pisando la hierba, oigan los golpes, el ventrículo derecho se me ahoga, perdonen, se suspenden las tareas asignadas para hoy. (óp. cit., p.11).
Desesperanza es la dominante discursiva del narrador protagonista de la novela de Adriano y que denominó Viejo (1994); comienza el relato entre otras con la siguiente declaración: “Saberse viejo no es fácil. Sobre todo, porque nunca quiere saberse.” (González León, 1994, p. 11). El relato se pasea por todas las dolencias posibles sobrellevadas en la vejez como si el narrador tuviera el propósito de elaborar un inventario de los padecimientos que aparecen con la edad: sordera, pérdida de la visión, pérdida de la memoria, palpitaciones, mala digestión, insomnio. La vida “vuelta pedazos, hecha polvo.” (p. 15) como si la presencia del viejo en la ciudad que habita solo fuese visible a través de un acto casual muchas veces evasivo: “estoy escondido en una habitación que da a la ciudad y ella se mete si abro la ventana y yo me meto si me asomo y empiezo a volar por las calles y terrazas, …” (p. 14). La novela Viejo entonces se convierte en una apología de la muerte que va instalándose de a poco o de repente en el tránsito vital, sin olvidarse de los mejores momentos de la infancia, “del mundo compartido, “el mundo con”, lo que promueve nuevas formas de generosidad y solidaridad.” (Maffesoli, 2006, p.22) o simplemente da rienda suelta a la verborrea incontrolable de preocupaciones en torno al pequeño mundo desfigurado que ofrece el paso de los años.
Sin embargo, el narrador también muestra en su novela Viejo historias de vitales episodios como el de la tía Ermelinda que viajó a Europa tras los pasos de su enamorado sólo por vengarse de su traición y abandonarlo. El amor en sus diferentes fases desde la ilusión extrema hasta la cruel venganza del desamor nos ofrece matices de recordación del realismo mágico garciamarquiano: “Ella, la tía Ermelinda, que, en medio de su sagrada petulancia, buscaba su propia sombra porque había sido sin pecado concebida.” (p.124).
No podemos escaparnos en la narrativa de Adriano González León del influjo de la poesía, de la profundidad de las palabras más allá de lo dicho, como enigmas abiertos a sus lectores, como vacilaciones o tributos sobre la misma fragilidad existencial del hombre, sea mortal pecador, sea santo, sea poeta. Experiencia mística o poética sobre la existencia. O ambas indisolubles. Esas reflexiones se nos graban profundo en el corazón como “oratoria sagrada”:
Las operaciones de la imaginación, leí en alguna parte, son para San Juan de la Cruz, ligeras e inestables. Como los pájaros se deslizan de un lado para otro. No tienen permanencia, carecen de estructura metódica. Seguramente él solamente señalaba, no emitía una condena. ¿Porque si no, a qué se refería el santo? ¿Se le olvidó que antes era poeta? Si la imaginación resulta vaga, y si ello no es válido, ¿qué hacer entonces entre las azucenas olvidado? ¿Qué hacer con esa llama de amor viva? ¿Cómo saber que Dios nos habla en la noche? No, algo le ocurrió a San Juan de pronto y se puso las calzas racionales, él, el más descalzo de todos los descalzos, que vivía sin vivir, para acentuar las contradicciones y moría porque no moría. (p. 129).
Diremos entonces, la novela Viejo lejos de ser un extenso inventario de reclamos ante la ineludible presencia de los años se convierte en la certeza de una continua conversión de definiciones sobre el ser que somos, infinitamente recreado en sus metáforas:
Porque uno es escafandra de mineral y hueso, se enaltece y se dobla, precipita el deseo de las entrañas y saca el jade, las vísceras, hacia un paseo melodioso, una música rotunda que usurpa las alturas, el despliegue de instrumentos y de cañas sonoras, un arco tenso, una flecha, un manojo, la inacabable colección de gritos y lamentos, una suerte de pedrería en subasta, pero no joyas ni alhajas sino piedras de los ríos, resbalarse de las hondonadas, viaje constantes por las más pequeñas celdillas o trampas de cazar únicamente el color de las mariposas, (…) (p. 171).
Luego, procuro deleitarme en la poesía de Adriano González León porque se abre a otras posibilidades interpretativas a toda variedad de vida. En su libro De ramas y secretos (1980) hay una sensual invitación a despertar los sentidos entre los acordes enigmáticos e inspiradores de la naturaleza, la palabra como acto de creación del demiurgo inspirado en sus preguntas y posibles respuestas y en los recuerdos imaginados. Por eso expresa en su poema Detalles: “Interesa la señal de las aves/ Las briznas distraídas/ el ramaje dulce y lento/ que cubre los caminos.” (p.15)
En su poema Ofrenda nos regala estos versos de revelación: “Si sueñas/ esa es tu verdad viajera/ Ofrenda para los sepultados/ debajo de los corales/ Historia construida por las aves/ Banderas de los barcos perdidos/ Y los faros, a lo lejos, / hacen oír la fiesta que te da la ciudad.” (p.56).
Reencontrarnos con Adriano a través de su escritura nos deja convencidos de sus infinitas posibilidades interpretativas sobre la existencia. No hay excusa para no leerlo en las calles de su ciudad, la misma ciudad que lo abrazó entre celebraciones y nostalgias cada vez que volvía a transitarla. No tenemos excusa como valeranos dejar de leerlo cada año y en este día en que su joven ciudad cumple 204 años. Mirar a Valera desde los ojos de Adriano significa en sus palabras: “mirarse mutuamente (…) para aumentar el caudal del infinito.” (p. 171).
Referencias:
Adriano González León (2003). Antología mínima, Trujillo, Fondo de publicaciones Arturo Cardozo.
___________________ (1980). De ramas y secretos, Caracas, Taller de ediciones Rayuela.
___________________ (1994) Viejo, Santafé de Bogotá, Alfaguara.
Michel Maffesoli (2006). “Vida y existencia”, En: Diccionario de la existencia de Andrés Ortiz Osés y Patxi Lanceros, Barcelona, Anthropos, pp. 17-23.
lenlibertad30@gmail.com
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