Adriano: evocaciones | Por Ramón Rivasaez

 

A mediados de la década de los setenta, Adriano me invitó a pasar unos días en Caracas en su apartamento de colinas de Bello Monte; salimos de Valera una mañana soleada, al pasar por una de las trescientas curvas de Carora, me dice, «Mira el cielo»; en verdad, al observar me sorprendió una miriada de mariposas que se abalanzaba sobre el vehículo y tuvimos que detener la marcha, para disfrutar del espectáculo multicolor de insectos que había trocado el cielo en una pintura de Marc Chagall o Joan Miró. El firmamento nos deslumbró por algún rato, y luego proseguimos la travesía.

En Barquisimeto, Adriano me jugó una de las suyas, muy serio, me dijo que ya iba a conocer el CADA que poseía en la capital larense. Yo tengo un CADA, aquí te voy a despejar las dudas. Fuimos a un restaurancito ubicado muy cerca del rectorado de la UCLA; allí a los pocos minutos de llegar, hicieron su arribo varias damas, la paisana Ñaña Valero, hermana del poeta Aquiles Valero; Milagros Camejo, Dulce Rivero y la Negra Camacho, entre otras, era el grupo femenino Las moños suelto, grandes lectoras de la novelística del boom literario, llamadas el Club de Admiradoras de Adriano (CADA), en fin era su famoso CADA que no tenía nada que ver con la conocida cadena de supermercados.

En Caracas, Adriano retornó a sus clases en las escuela de letras de la UCV, a las que acudí en algunas ocasiones y luego a las veladas en la República del Este; en una de estas nos reunimos con Ludovico Silva, quien hizo alusión a una larga nota que el autor de País portátil había publicado en el Papel Literario de El Nacional sobre Lautreamont. De repente, Adriano al evocar su artículo, unas ágiles lágrimas recorrieron su rostro y tuvo que dejar los lentes sobre la mesa, mientras trataba, en vano, atajar su emoción por el pasaje que relataba de la maltrecha condición física de Isidore Ducasse,  por las calles de París. Él se arrastraba, sus pies tropezaban con la eternidad, se imaginaba Adriano la manera cómo Lautreamont, a los 23 años iba a conocer la gloria; pienso que Ludovico en su eterna ebriedad también dejó escapar otras tantas lágrimas por el autor de Cantos de Maldoror. Una velada inolvidable que se escenificó en la Pala de plata.

Otra fue en la casa de Mary Ferrero, la primera esposa de Adriano; en ese encuentro estuvieron presentes dos poetas españoles: Félix Grande y Fernando Quiñones, además de Luis Pastori y Caupolican Ovalles, fue una linda recepción, donde, por supuesto, la prodigiosa fluidez verbal del ilustre valerano iluminó la velada. Adriano era una especie de Salto Ángel de palabras que magnetizada a quien tenía el privilegio de escucharle. Sus clases eran deliciosas.

Ahora recuerdo su discurso con motivo de los 150 años de Valera, cuando frente al presidente Rafael Caldera,  pronunció una memorable pieza oratoria, en el que para comenzar, denunció el brutal allanamiento que había sufrido la UCV.  También aludió que su pequeña urbe la había encontrado llena de mugre; luego con juegos metafóricos hizo analogía de la lucha de un astado criollo y una bestia foránea. Su Intervención despertó emoción y pasión por su verbo que la plaza Bolivar estuvo a reventar para escuchar sus fulgurantes palabras.

 

 

 

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