Turbo (Colombia), 19 jul (EFE).- El miedo y la incertidumbre paralizan diariamente a cientos de migrantes cuando llegan al muelle turístico de Turbo, uno de los puntos desde donde salen lanchas llenas de personas hacia la selva del Darién, pero algunos deciden abandonar el sueño americano y radicarse junto a sus familias en Colombia.
Es el caso de María Alfonso Ollarve, una madre venezolana que atiende a EFE sentada en lo que se ha convertido en su puesto de trabajo, una mesa desde donde vende «cigarrillos, tinto (café) y mecato (aperitivos)».
Ella migró hace seis años «por necesidad» y lleva en el municipio cinco meses con su hijo. Confiesa que no quiere vivir bajo el gobierno de Nicolás Maduro: «cada día eso (el país) está peor, y lo más probable es que vuelva a ganar las elecciones ese señor».
Su plan original era atravesar los 97 kilómetros de camino de una de las selvas más peligrosas del mundo, el Darién, primer paso de la travesía para cruzar hacia Estados Unidos por los siete países de Centroamérica, una distancia total de 3.742 kilómetros.
En cuanto llegó a Turbo, le entró miedo por su vida y la de su hijo: «Cuando llegué una muchacha me dijo que uno se había torcido el pie y se había caído por uno de esos precipicios y otra llegó a la frontera sin su bebé».
En lo que va de año han cruzado la selva más de 195.000 personas, la mayoría venezolanos, pero las cifras no miden cuántas vidas se pierden en el trayecto por esta densa y montañosa selva que separa a Colombia de Panamá.
Familias como la de ‘Doña Mari’, como la conocen en el pueblo, deciden quedarse en Colombia, que ha acogido a casi tres millones de migrantes y refugiados venezolanos.
Un puerto de esperanzas
El muelle turístico de Turbo recibe y despide cada día a cientos de personas al igual que el de Necoclí, puerto principal desde el que migrantes venezolanos se dirigen en lancha hacia Acandí o Capurganá, donde guías los recogen para adentrarlos en la selva.
Desde Turbo, varias ‘empresas turísticas’ ofrecen una especie de paquete que incluye un guía que los lleve desde las playas donde les dejan las lanchas hasta la frontera con Panamá, en mitad de la selva, aunque trabajadoras de varias ONG como Aldeas Infantiles alertan de que «cada vez tiene un precio más alto».
El impedimento económico es una de las razones por las que muchas familias, o se establecen en carpas alrededor del muelle mientras logran reunir el dinero, o acaban prolongando su estancia y abandonan la idea de cruzar la selva.
Aldeas Infantiles plantó una carpa en el muelle hace menos de un año e inició un proyecto para proteger a la niñez y las familias, como relata a EFE la profesional técnica de la Dirección de Proyectos, Laura Dorado.
Una de esas madres que requirió ayuda es Nakari Medina, quien llora recordando su hogar mientras suena por altavoces de celulares ‘Me fui’, el himno que Reymar Perdomo compuso como homenaje a todos los migrantes venezolanos que salieron de su país por la crisis.
Ella llegó en abril con intención de cumplir el sueño americano con sus dos hijas y su marido, pero no pudo pagar uno de esos paquetes de 350 dólares y los «regresaron» al muelle de partida tras cuatro días de espera en Acandí.
El esperado «barrido»
«Nosotros estuvimos en Acandí, pero como no teníamos el dinero completo para ingresar y hubo un bochinche (escándalo) con paisanos venezolanos, nos regresaron a todos», recuerda, mientras explica que ella migró por salud, pues en 2022 le diagnosticaron un cáncer de cérvix y necesita controles seguidos.
Cientos de migrantes se quedan en las costas esperando a que sucedan los barridos que «se llevan a las personas con lo que tengan en la mano», que pueden ser desde 70 hasta 20 dólares: «Ellos te guían igual hasta la bandera y de ahí en adelante… bueno».
Nakari ahora puede pagar alojamiento porque vende empanadas venezolanas mientras espera que regularicen sus papeles y admitan a las niñas en el colegio: «Ellas no saben estar con otros niños, les cuesta socializar».
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