Mis antepasados venían de la montaña donde no se usaban partidas de nacimiento y ese tipo de cosas. Entre indios montañeses y españoles pobres, sacados de circulación de las ciudades hidalgas quinientos años atrás, se hicieron a mezclar términos y terrores. En silencio, supieron reconocerse, mediaba el silencio en un extraño sentimiento de afecto. Sólo recordamos a Fernando, hermano de nuestra abuela paterna María Dolores. De mi abuelo Antonio no tenemos más información. Entonces, hoy les otorgo el origen, vinieron de la montaña, entre neblina comenzaron a nacer en mi ternura. Mi madre llegó a este lugar desde donde escribo bajo los efectos de la pasión. Maestra “normalista”, una muchacha de diez y siete años que nos haría nacer como hermanos del maíz y el café. “Yo soy el café” recitaba en la escuela Omar Antonio. María Perpetua era hija de una oriunda italiana y de un antigomecista, guerrillero a caballo.
Unos somos hijos de las montañas, otros de la conquista. La disputa por el año de la fundación española y portátil de la Ciudad de Trujillo es estéril en sí misma. Interesan para su comprensión los contenidos simbólicos de una ciudad “estancada”. Ser trujillano no es un regodeo de orgullosa banalidad. Trujillo, como cualquier otro pueblo, es depositario de memoria aunque los lugares para alimentar esa memoria plural y diversa cada vez son más débiles y pueriles. El mejor honor es el diálogo para responder a la delicada interrogante ¿de qué material estamos hechos culturalmente? Podría ser valioso un dato, fecha o pasaje de la ciudad pero, la cultura, en ello la memoria real e imaginaria, si no se escucha, escribe, canta, cuenta y se conversa, si no se eleva al rango estelar de sabiduría de pueblo, la borramos en cada paso dado como seres desabastecidos.
Somos muchas cosas, hay demasiada energía sobre y debajo de las piedras. La biblioteca de libros orales, escritos y en otros lenguajes de autores trujillanos no caben en la catedral. Forjemos en nuestras casas y en nuestras escuelas la generación capaz de regresarle al pueblo la profunda energía humana de la que estamos hechos, a pesar de los conjuros rabiosos de idiotas e ignorantes. Es una exigencia inaplazable entrar a un tiempo posibilitante de todo lo humano trascendente. No olvidemos “La lengua y la mano son los dotes más preciosos del hombre”. Como aborigen trujillano busco en los míos de aquí y de allá las voces necesarias y el espíritu trascendente para no perder la conversación milenaria y sabia de las que provengo. Nada desaparece si hay siembra en el alma de los pueblos como sumatoria y no como aniquilación del diferente.