La celebración el 2 de noviembre del “Día de los Muertos” me brinda una excelente oportunidad para ofrecer algunas reflexiones sobre la muerte. Los seres humanos somos los únicos que sabemos que vamos a morir. En cierto sentido, podríamos decir que el hombre, como lo definió el filósofo alemán Heidegger, es un “ser-para-la-muerte”. Venimos a la vida para abandonarla y desde que nacemos empezamos a morir. Por lo general, la muerte crea una gran angustia al que va a morir, y un inmenso dolor a los seres queridos. De ahí la necesidad de enfrentar la muerte propia y la de los demás con serenidad. Necesitamos aprender a morir y aceptar la muerte de los demás de un modo digno, sin convertirla en espectáculo o pretender ignorarla, ya que la muerte es inevitable. Hay que saber vivir y hay que saber morir.
Si a vivir se aprende durante toda la vida, toda la vida debería ser un aprendizaje de la muerte. Confucio decía “Aprende a vivir y sabrás morir bien” y Montaigne escribió: “quien le enseña al hombre a vivir, le enseña a morir”. Porque nos sabemos mortales, la muerte tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre la vida. Reconocer que vamos a morir debería potenciar la vida, hacernos más auténticos y amables, más solidarios y humanos, más pacíficos y menos violentos, más misericordiosos y menos rencorosos.
En realidad, sólo los que no han vivido en serio, los que se esclavizaron a sus pasiones o ambiciones, los que sembraron dolor a su alrededor, tienen miedo a morir. Los que se atrevieron a vivir la vida con sencillez y honestidad, los que la vivieron como don que se entrega, aceptan su muerte y la esperan de un modo sereno, como el debido descanso después de una jornada trabajosa y fecunda. Porque la vida mereció la pena, también vale la pena morir.
Todos deberíamos esforzarnos por hacer de la vida un aprendizaje de la muerte, y de la muerte una lección de vida. Hay muchas formas de vivir y de morir. Hay muertes que más allá del dolor que causan a familiares y amigos, provocan paz, agradecimiento, ganas de vivir en serio, de levantarse de la superficialidad y el individualismo, de superar el rencor y la venganza. Algunos, como Jesús, los mártires y numerosas personas, fueron capaces de elegir con serenidad la muerte, incluso una muerte dolorosa, en defensa de sus ideales que, para ellos, valían más que la vida. Vivieron para dar vida y murieron para defenderla. Vivieron la vida como entrega y su muerte fue una consecuencia de su modo de vivir. El recuerdo de sus vidas y sus muertes sigue germinando ganas de vivir con autenticidad, de gastar la vida en defensa de la vida.
Amar la vida no significa aferrarse a ella a toda costa, reduciéndola a un mero vegetar o a un alargamiento artificial que imposibilita un mínimo de calidad de vida y alarga sus sufrimientos y los de los familiares y amigos. El que ama la vida desea morir con dignidad, cuando le llegue su hora.
Para los creyentes, la muerte es paso a la Vida. Nuestra vida, creada por amor, no se pierde en la muerte. Si Jesús es la Resurrección y la Vida, la fe nos lleva a afirmar que los que nosotros enterramos, siguen más vivos que nunca, pues disfrutan de una vida plena. Morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es entrar en la salvación de Dios, compartir su vida, vivir transformados por su amor. Por ello, la vida no termina en la nada, sino en unos brazos amorosos que nos esperan para adentrarnos en la dimensión profunda del amor.