Gustavo Bencomo/DLA
“Mi papá siempre decía que la mujer era para la cocina, y no para los trabajos en el campo, pero yo nunca lo acepté”, dice Cristina Linares desde una silla hecha con un pedazo de tronco en la parte trasera de su casa y al calor del fogón de donde cuelgan algunas plantas de caraota de la cosecha que recién había recogido.
Cristina es una de las muchas mujeres que cultivan la tierra en las montañas andinas. Nació hace 45 años, en un caserío llamado El Chorro ubicado en Sabanetas, uno de los campos de Trujillo Capital, donde aún se mantiene aferrada a que el campo todo lo da.
A pesar de la creencia de su padre, desde pequeña le enseñaron muchas técnicas para la agricultura, fomentando de esa forma las ganas que desde niña mostró por dedicarse a la siembra pesé a que para entonces eso no era visto con buenos ojos.
“Papá me enseñó a echar escardilla, cómo recoger café, hasta las fases lunares y cultivos que se pueden sembrar en cada una. Eso me ha servido de mucho, pues soy quien trabaja mis tierras” dice con gran orgullo.
Por años las tierras de sus padres eran sembradas en familia, pero cuando sus hermanos se fueron, su papá quedó trabajando prácticamente solo y fue allí cuando los conocimientos de Cristina fueron de gran provecho.
Ahora ella tiene una pequeña hacienda donde cultiva varios rubros y cría uno que otro animal, como esos dos cochinos que se ven desde la entrada y te dan la bienvenida por el camino de tierra roja donde las gallinas se camuflan entre el colorido de las flores.
Cuando camina por sus cultivos, le atormenta pensar que le pueda pasar lo mismo que a su padre, que sus 3 hijos se vayan en busca de mejores posibilidades y quedarse sola, aunque está convencida de que sólo Dios será el que la saque de allí.
“Yo nací aquí, crecí e hice mi familia aquí en el campo. Mi papá ya murió, pero queda mi mamá, yo no la dejaría sola. Me quedaré en mi campo hasta que Dios quiera”.
Cristina no puede imaginarse lejos de sus flores, ni de ese gusto que se da cuando quiere comer algo dulce y sale al patio a cortar una caña o a tomar una naranja de la mata.
O aquel sentimiento incomparable de comerse la cosecha que con sus manos sembró. Eso ella no lo cambia por nada, aun cuando por años fue comerciante y tuvo una vida modesta hasta que la crisis del 2017 quebró su negocio y pasó momentos duros.
Sin mano de obra
Cuando Cristina tuvo a sus hijos pudo darle los gustos que ella siempre quiso. Su trabajo le permitió que pudieran tener una vida distinta a la que hoy pueden darle a sus nietos, y viendo con tristeza esa realidad, comenzó a entender por qué la juventud va dejando el campo.
“A los jóvenes de ahora no les gusta mucho el campo y el trabajo de la tierra porque sacan cuentas y no les da. Yo aquí pago cuatro bolívares con dos comidas al día ¿Pero qué pueden comprar ellos con eso? Pienso también en mis hijos”.
Tras esa pregunta, vino el silencio. Cristina apretó los labios, como evitando que de su voz saliera una frase que luego la entristeciera. Y aunque prefirió mantener el nudo en su garganta, sus ojos la delataron.
Ella sabe que no puede pagarles más porque sus cuentas no darán ganancias al final de la cosecha, pero se encuentra acorralada porque cada vez es más difícil encontrar mano de obra. Debido a esto, hay temporadas en las que ha sembrado menos cantidad y será eso algo cada vez más recurrente si no encuentra cómo atender el total de sus tierras.
De lo que acostumbra sembrar, el rubro que menos tarda en dar frutos lo hace entres dos y tres meses, como la caraota o el tomate. Durante ese tiempo Cristina sólo invierte dinero y trabajo. No hay ninguna ganancia. Mientras le toca esperar, debe hacer trueques o resolver para alimentarse durante ese tiempo o alternar las plantaciones, pero siempre resulta más difícil para el pequeño productor.
Tampoco escapa de las dificultades externas que afrontan para generar el alimento. Las maromas para encontrar gasolina, la odisea para el traslado y los altos costos de los abonos y plaguicidas que son indispensables, porque una planta que no es atendida debidamente, es vulnerable a morir en poco tiempo y se pierde la inversión.
Como en los últimos meses le ha caído mucha plaga a la plantación, los campesinos de ese sector decidieron dejar de sembrar rubros como el tomate, caraotas y pimentón para no correr riesgos, así que se han enfocado en la yuca, maíz, café, cambures y plátanos.
Sienten que están solos y desprotegidos, que las personas no les dan valor al campo y a su trabajo, que es de lunes a lunes y con jornadas rudas cargadas de esfuerzo físico.
Hace años que ya no reciben apoyo del Gobierno. Antes recibían asesorías y atención de profesionales, pero no volvieron más. El último ingeniero del Fondo para el Desarrollo Agrario Socialista que los visitó, llegó al pueblo porque ellos pagaron el transporte y tras culminar la jornada se fue y nunca volvió. Todos dicen que se fue del país, no supieron más de él.
“Yo como productora soy la que menos me beneficio. Soy la que más trabajo y la que menos gano. En las ciudades los vendedores ganan más y sin tanto esfuerzo. Para los pequeños agricultores este contexto los oprime, pues no tenemos gran capacidad económica para poder sembrar como antes y ganar lo justo”
Cristina se levanta, camina por el pasillo y se queda mirando todo lo que ha logrado con sus manos y la tierra que ha regado con su sudor. Se queda serena aunque por dentro los miedos y ansiedad la atacan. No le ha tocado fácil, pero decide quedarse, tiene muchas cosas que la enraízan a ese lugar desde donde ora para ver regresar a todos los que se han ido, esperando «que vuelvan con la semilla y comenzar de nuevo”.
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Producción realizada en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo 2021. Apoyado por DW Akademie y El Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania. Publicada originalmente en el mes de marzo del 2022 en Efecto Cocuyo.