Carvajal, tierra entre dos ríos, Jiménez y Motatán. ¡Entre dos ríos! Y se agolpan los recuerdos de la niñez en sexto grado, en el grupo escolar José Antonio Velazco de San Genaro, cuando el director era aquel educador clásico. Casi siempre vestía traje gris, camisa blanca y corbata, y cabello peinado con fijador. Un maestro eminente: Manuel Antonio Araujo. En la escuela, de doble turno con almuerzo, oíamos las clases quitasueños de la maestra Ada Reyes de Márquez, alta y señorial. En el aula —con paredes de ladrillos tragaluces—, dictaba los saberes con voz sinfónica mientras caminaba entre las filas de pupitres. Describía pasajes y hechos que situábamos en los mapas diminutos de las enciclopedias escolares. Una mañana, la maestra Ada describió en la clase de Historia Universal: «Mesopotamia, la cuna de la civilización antigua, se encuentra entre dos ríos, el Tigris y Éufrates», y nos encomendó de tarea para la casa que dibujáramos ambas corrientes, con Mesopotamia en la confluencia. El Tigris al oriente y Éufrates al occidente, con recorridos de norte a sur. Años después, vi el mapa de límites del municipio Carvajal, y brotó el recuerdo de aquella clase lejana con la pregunta: ¿acaso no corren el Jiménez y el Motatán de sur a norte como si la geografía se hubiera invertido? Coincidencia. San Rafael de Carvajal, de dos ríos sin peces. San Rafael, el patrono de los pescadores. Contraste. Tierra de coincidencias y contrastes.
Carvajal, tierra de caminos viejos, ha vivido sobre una meseta larguirucha, con barrancos que gotean por las faldas y por un extremo sureño de cerros que traen las aguas y los fríos. Alargada, estirada de norte a sur. Cruce de senderos que dibujaban formas diferentes, y de ríos que caen de las tierras altas, empujados por los páramos. Muchos caminos han desaparecido; otros han sido usurpados por carreteras negras y por sendas anchas, amarillentas, que no permitieron oír más los trinos de los arrendajos y de los turpiales.
Los ríos pedregosos y los cerros verduzcos encierran a Carvajal, el municipio, de caminos marchitos en la historia aledaña, incrustados en la ruta histórica de Valera a Trujillo. Así ha sido desde los primeros pasos de las largas andanzas de la Conquista, de El Tocuyo a Escuque, y de las marchas cansonas de los libertadores, desde Mérida hasta Trujillo.
Carvajal la Hermana Mayor
La tierra de cultivos y cría de animales mansos: café, apio y flores de hortensia en el Alto de La Cruz; caraotas y chivos en las lomas; maíz y yuca en Jiménez; piñas en La Cejita; encierros de gallinas en las mesetas y en Chimpire; cocuizas, mandarinas, naranjas y mamones en todas partes. La del picante de maguey, que nunca se olvida y siempre se anhela, preparado con ají chirel, flores de cocuiza, suero, y cualquier aliño de los huertos rústicos y olorosos.
De tradiciones y religiosidad en los velorios de la romería del Niño de Santiago y de las paraduras celebradas hasta el día de La Candelaria. Del 25 de diciembre con San Benito fiestero en Campo Alegre. De los velorios con rosarios cantados. Nunca faltaban los rezos de nueve días a los muertos. De las misas madrugadoras de aguinaldo con gaitas y villancicos. Los cantos de aguinaldo de casa en casa, de vecino en vecino, de amigos trasnochadores. De curanderos que quitaban el “mal de ojo” y de sobadores que sanaban las torceduras y coyunturas de un pie cuando alguien caía o daba un mal paso. Tierra de los alambiques desaparecidos que bautizaban el miche tierno, de los trapiches que esperaban la caña dulce.
La tierra para patear un balón en las canchas de El Corozal y de Cubita. Tierra donde la palabra “topo” era un compromiso serio entre los jugadores de “carita” en San Genaro. Carvajal siempre ofrecía, a los que llegaban, un bebedizo de hierba buena con leche, albahaca morada, malojillo o toronjil. Tierra del aeropuerto, donde aterrizaban dos vuelos diarios, puntuales como el canto de las guacharacas, con viajeros presumidos y apresurados de Caracas. Tierra de las loceras de La Cabecera y San Genaro, con trajes largos y planchados. Tierra de los bancos de madera que sacaban el fique de cabuya, y de los alegres cesteros de La Cantarrana.
La tierra de la plaza Colón, en las mañanas, llena de estudiantes con el dedo pulgar pidiendo “cola” hasta el núcleo de la Universidad de los Andes, y de los trabajadores que llegaban presurosos a Valera. Tierra de los muchachos temerarios que nadaban en el pozo de la máquina del río Motatán o en el pozo del bucare del río Jiménez. Tierra de las canchas de bolas criollas rodeadas de botellas vacías de cerveza o a medio trago.
Es la tierra de Antonio José Fernández, El Hombre del Anillo, con el pecho desnudo, recostado todas las tardes en la silla de madera y cuero, viendo pasar los colores callejeros del arcoíris. Tierra donde el chimó se consumía en todas partes, entre amigos, como una pella enganchada en el alma; donde desayunaban hallacas de caraota y almorzaban con sancocho de gallina “pica tierra” y, de postre, un dulce de apio con coco y panela.
Carvajal, el lugar donde los escurridizos caminos corrían desde los páramos y seguían hasta Motatán y Trujillo, dejó el influjo lejano de San Lázaro y El Burrero del siglo xix y comienzos del xx. Hoy, Carvajal, unida a Valera. Valera allá, más abajo; Carvajal arriba, a su lado, como una hermana mayor y protectora. Semejantes, ambas ciudades son mesetas.
Así era, así es Carvajal, tierra entre dos ríos. Carvajal, la hermana mayor de Valera. Tierra de tantas vicisitudes, cruzada por travesías y barrancos. De caseríos y pueblitos unidos por el paso de Bolívar y por el camino real. Así lo declamó Andrés Eloy: «Carvajal, camino arriba». Sigue allí como la Mesopotamia de ayer, entre dos ríos. Unida, en su camino que es su historia, a su gente, los carvajalenses.
Compilador Luis Huz Ojeda.
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