Sin duda que vivimos tiempos nuevos e inéditos. Hace cinco años sorprendió al mundo la renuncia de Benedicto XVI. Su gesto, ciertamente heroico y humilde, sobrepasa el ser una acción personal y se convierte en un paradigma digno de ser tomado en cuenta para quienes en este siglo XXI se erigen en seres indispensables y eternos. A su vez, la elección de su sucesor dejó perplejo a propios y extraños. Venido del fin del mundo, primer latinoamericano y primer jesuita, tomó por santo y seña el nombre del poverello de Asís, Francisco. Su primera aparición en el balcón de la basílica vaticana presagiaba que algo distinto se asomaba en la vetusta barca de Pedro.
Sus gestos e intervenciones nos muestran una concepción y dirección plenamente coherente con los tiempos que corren, con el camino iniciado por el concilio Vaticano II seguido por la iglesia latinoamericana desde Medellín hasta Aparecida, marcado también por el discernimiento ignaciano que le confiere ese ímpetu de vanguardia y de atrevimiento, y una personalidad en la que se amalgaman varias culturas y el crisol de las penurias familiares y sociales vividas a plenitud.
Jorge Mario Bergoglio es un hombre de carne y hueso, con las virtudes y limitaciones propias de cualquier ser humano, pero enriquecido por una vocación y un destino en el que para nosotros los creyentes, está presente la acción del Espíritu Santo. No se cree un superhombre y pide para sí la sencillez que encuentra en la gente común y pide como buen cristiano que oren por él constantemente. Ha emprendido el camino de retomar el Concilio Vaticano II de manera fiel y creativa. Todo atañe a la fe en un mundo plural y cambiante. Para muchos es desconcertante la tarea nada sencilla de asumir infinidad de asuntos en las que se entrelazan lo humano y lo divino, porque lo que no se asume no se salva.
Acostumbrados a una relación vertical entre los bautizados, Francisco postula la conversión pastoral, vale decir, la revisión profunda de lo que hace la Iglesia para señalar logros y fallas, pero en espíritu sinodal, es decir, con la participación activa en la que todos tienen una palabra que decir y aportar. Nada cómodo para quienes conciben la sociedad y la iglesia como un ejército en el que unos mandan y otros obedecen. La exhortación Evangelii Gaudium, como el mismo lo señaló es su hoja de ruta, su programa, al que nos invita a desglosarlo, corregirlo, mejorarlo y superarlo para que sea más diáfana la alegría del mensaje evangélico.
Su estilo de vida, el tocar asuntos vidriosos pero vitales como la ecología (Laudato Si) y la familia (amoris laetitia), la reforma de la curia y de la iglesia toda, el ecumenismo y el diálogo interreligioso, la tolerancia cero ante los abusos de los clérigos, una iglesia en salida hacia las periferias existenciales donde están presentes todas las formas de pobreza, son un claro índice de la opción por asumir la lacerante realidad que nos rodea para que pueda ser salvada.
Esta actitud hace que desde la realidad venezolana, sumida en la peor de sus crisis, unos cuantos piensan o desean que a cada momento esté diciendo una palabra o llevando adelante iniciativas concretas que nos saquen del marasmo que vivimos. Si hacemos un balance de sus muchas referencias a Venezuela, en palabras y en obras, el balance es a nuestro favor. Pero no olvidemos que como pastor universal, las muchas sombras presentes en el mundo entero, lo obligan a estar presente en todas ellas.
Que el Señor nos lo conserve para el tiempo que considere oportuno para cimentar unos cambios irreversibles que muestren el rostro misericordioso y samaritano que sane heridas y propicie un mundo más fraterno.
10.- 12-2-18 (3726).