Jesús M. Casal H.
El próximo 25 de abril se cumplirán 19 años de la realización del referendo constituyente en el que los sufragantes aprobaron por amplia mayoría la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Es pertinente comparar aquel 25 de abril y aquel contexto con el del 25 de abril que se avecina. El referendo que entonces se celebró permitiría al pueblo trazar la ruta del desarrollo institucional posterior, mediante el ejercicio del poder constituyente. Los propósitos últimos de la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente se referían al establecimiento de una Democracia Social y Participativa, bajo coordenadas que el mismo electorado fijaba, entre las cuales se encontraba el respeto a los derechos humanos y a su progresividad. ¿Qué queda en pie de todo aquello?
Al efectuarse la convocatoria constituyente de esa manera el pueblo asumió, al menos simbólicamente, un especial protagonismo, porque la Constitución de 1961 no sería reformada con arreglo a los procedimientos que ella contemplaba sino en virtud de una apelación directa a la soberanía del pueblo y a su poder constituyente. Irrumpió así de modo pacífico en el espacio público una manifestación extraordinaria más no absoluta de poder como lo es el constituyente. Esa forma de llevar a cabo el cambio constitucional se reflejaba en el objetivo de instaurar una Democracia Participativa. El planteamiento se presentaba en distintas facetas como progresista, pues esa democracia debía ser también social y los derechos humanos podían ser expandidos, nunca recortados. Ello se insertaba en un discurso que objetaba con razones la partidocracia y la corrupción generalizada.
La apoteosis constituyente se hizo patente en las primeras sesiones de esa Asamblea, en las que se declararía originaria, en el sentido de plenipotenciaria, con serio menoscabo del Estado de derecho, y en las que los representantes populares, embriagados de poder, creían o procuraban hacer creer que todo podía lograrse con decretos constituyentes, que serían no sólo supraconstitucionales sino prodigiosos. No obstante, las cosas estaban marchando mal en términos democráticos, por el sistema electoral empleado, que desconoció la representación proporcional, y por los estrechos márgenes dentro de los cuales circulaba el pluralismo político. Se adoptó en referendo una Constitución democrática y garantista de los derechos humanos, pero que llevaba en su seno, sobre todo en las disposiciones transitorias, factores contrapuestos a la plena vigencia de muchos de sus postulados. Con todo, la dirección señalada por la Constitución en favor del pluralismo democrático, del respeto y aseguramiento de los derechos humanos y del Estado social de derecho, era preponderante.
Hoy es difícil identificar vestigio alguno de aquellos principios. La sola existencia de una -espuria- Asamblea Nacional Constituyente impuesta en su convocatoria y en sus términos por el Presidente de la República, que no nació de una decisión de ese nuevo protagonista, el pueblo constituyente que determina por sí mismo su destino, echa por tierra todo lo que esa sedicente revolución pudo significar.
De la Democracia Participativa no queda nada, porque los referendos de iniciativa ciudadana están en buena medida suspendidos, esto es, supeditados a lo que disponga el CNE como entidad indebidamente facultada por el TSJ para regular los referendos con prescindencia de la legislación y para bloquear la actividad normativa de la Asamblea Nacional en la materia. Pero la proximidad del 25 de abril debe llevarnos a recordar que la soberanía popular y el poder constituyente son irrenunciables.
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